Perros callejeros
No hace tanto tiempo los perros vagabundos formaban parte del paisaje. En algún momento algún Gobierno solventó el problema sin ruidos ni estridencias. Imagínese el debate si este problema se diera en la sociedad actual. Y así con todo.
No hace tanto tiempo, aún había perros en las calles. Perros callejeros, que pululaban por ahí sin dueño. Llenos de pulgas, imagino. Hoy nos parece impensable, pero formaban parte del paisaje de las ciudades y no les cuento ya de los pueblos. Protagonizaban dibujos de ... Disney, como ‘La dama y el vagabundo’, y servían también de inspiración para titular películas míticas del cine quinqui. Casi todos eran mansos y se alimentaban en los cubos de basura. Y de pronto desaparecieron. Casi de un día para otro. Seguro que si tira usted de hemeroteca encontrará el contexto de aquel momento. El Gobierno pondría en marcha alguna ley o normativa, la dotaría de presupuesto y contrataría a unos señores para que recorrieran las calles con un lacito y una furgoneta. Calculo que sería en la época de Felipe González, vaya a usted a saber qué año. En realidad da igual. O dio igual en aquel momento. Era un asunto menor. Simplemente era un problema cotidiano, una incomodidad, y se arregló sin ruidos ni estridencias. Sin estupideces. Sin politizarlo. Porque la política –la de verdad– estaría ‘distraída’ con otros asuntos como la consolidación de la democracia y sus muchas ramificaciones, bien fuera la entrada en la OTAN, la integración en la Unión Europea o acabar con el terrorismo de ETA. Imagine usted que este asunto hubiera de tratarse ahora, en nuestros días. Habría dos bandos, los ‘properros’ y los ‘antiperros’. Ya les adelanto que los primeros serían de ideología izquierdista y darían lecciones de moral animalista. Y los segundos serían unos fascistas sin escrúpulos que sólo quieren acabar con los pobres animales. Sería una prueba más de la degradación social, moral, cultural y política en la que nos hemos instalado en la última década. Arderían las redes.
Y es que el ejemplo de los perros, tan mundano, es una muestra perfecta de cómo hemos decaído como sociedad, cómo hemos dado pasos para atrás. Cómo nos hemos dividido y hemos dejado que la polarización lo invada absolutamente todo. Podría argumentarse que al haber superado ya aquellos problemas que eran realmente graves, en política han cobrado importancia asuntos que antes eran menores. Pero sería mentira. En estos últimos años hemos padecido –seguimos padeciendo– dificultades realmente importantes, como una durísima crisis económica, el agotamiento de nuestro sistema de pensiones, el terrorismo islámico o, por supuesto, la pandemia del Covid. Y en lugar de unirnos, de buscar puntos comunes y acuerdos de mínimos, como sí supimos hacer entonces, nos empeñamos en dividirnos cada día más. Cualquier asunto, por ridículo que sea, es susceptible de ser politizado. Y esto únicamente beneficia a aquellos que llevan al extremo el «divide y vencerás». Divide y lograrás que nuestro sistema de convivencia basado en la libertad, en una Constitución que roza la excelencia –más de 40 años la avalan– y en unas instituciones fuertes, salte por los aires. Todo para aborregarnos. Para distraer de lo realmente importante. Qué comer, dónde apostar, qué mascota tener, con quién acostarse, qué regalar a los niños, qué sistema de calefacción utilizar en casa, qué bandera ondear... eran decisiones estrictamente personales. Ahora hay dirigentes, desde las instituciones que ellos mismos no respetan, que quieren tomarlas por nosotros. Anularnos lo máximo posible como seres individuales para controlarnos como masa aborregada. Y eso sólo tiene un nombre. Totalitarismo. En algún momento habrá que reaccionar, digo yo, y papeleta en mano revertir la situación para recuperar la tolerancia. De lo contrario estamos abocados a una vida de perros.