Los odiadores

España no es Afganistán, ni Yibuti, ni Irán. Aquí las agresiones por odio a un colectivo, sea el que sea, son ínfimas; lo que sí crece es la miserable utilización que hacen de determinados colectivos los políticos radicales para expandir su sucia ideología

Políticos en una manifestación del orgullo gay. L. V.

Que no, hombre, que no. Que no, mujer, que no. Que no es como nos lo quieren pintar. Se pongan como se pongan. El delito de odio en España es, digamos, residual. La gente no delinque porque odie a los homosexuales, a los negros, a ... los pijos o a los fachas. Delinque por dinero, como en casi todo el mundo. Tráfico de drogas, por ejemplo. A todos los niveles. Desde el narco de arriba de la pirámide al que trapichea en la esquina de tu plaza. O por no poder controlar sus instintos más primarios, que en la sociedad de hoy en día tienen que ver sobre todo con la sexualidad. Con su propia sexualidad, no con la de los demás. Delinquen también en el seno de su propia familia. Ese problema sí es grave en cuanto a número de agresiones. Y antes se delinquía también, se robaba, para comer. Hoy día, en los países desarrollados como España, afortunadamente ya no hace falta. Los hurtos, que son el delito más frecuente, tienen que ver sobre todo con problemas de drogas o de jóvenes de familias desestructuradas. ¿Pero por odio? Los menos. ¿Que haberlos haylos? Por supuesto. Pero muchísimos menos y de menor gravedad de lo que quieren pintárnoslo con fines única y exclusivamente políticos. Ideológicos. Cuando un grupo de hijos de su madre rodea a una persona y la apaliza al grito de ‘maricón’ o ‘facha asqueroso’, normalmente confluyen varios elementos comunes: consumo de alcohol y drogas, juventud e incluso adolescencia, pésima educación, entornos marginales... y a esos les da lo mismo con quien se acueste o se bese nadie. Sólo quieren una excusa para dar rienda suelta a sus instintos. Para delinquir. Pero no por odio, sino por su propia esencia. Las agresiones por motivos puramente homófobos, en España, son muy escasas.

Distinta es la, llamémosle, intolerancia de unos pocos –cada vez menos– hacia determinados colectivos. En este caso hacia el de los homosexuales o lesbianas. Comentarios estúpidos, insultos, etiquetas... eso sí existe en mayor medida. Y la solución, como en la mayoría de los asuntos importantes, está en la educación. En ese ámbito debemos trabajar, para que nadie se sienta menospreciado, infravalorado, discriminado, por su orientación sexual. Ni por su raza. Ni por cualquier otra característica que le haga ‘distinto’ a los ojos de los que tienen una mirada sucia. Pero, ¿agresiones? Las menos. Afortunadamente, te repito. Somos una sociedad avanzada, civilizada. No somos Irán. Ni Afganistán, ni Yibuti, ni Burkina Faso. Somos España. Y aquí, la mayor preocupación que debería tener cualquier persona o colectivo que se sienta discriminado es la utilización miserable que hacen de ellos los políticos radicales. De un lado y de otro. Que viven de enfrentar, de dividir, de fomentar ese odio. Su mediocridad es el mayor peligro al que nos enfrentamos en este país a día de hoy, porque ellos y sólo ellos, nos están convirtiendo en una sociedad cada día más fea, más sucia, más inmoral. Como su mirada. Como su discurso.

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