La imagen de Cádiz
El daño que se le ha causado esta semana a nuestra imagen como provincia es dificilmente reparable
El trasfondo de la violencia vivida es mucho más complejo que una simple negociación por el IPC
La imagen. Nuestra imagen. La imagen de Cádiz. Tras varios días de caos, violencia, mentiras, hipocresía, amenazas y falsos héroes de la «lucha obrera», la conclusión es que lo peor de todo es la imagen que ha dado nuestra provincia. Una vez más. Toda ... España ha asistido estupefacta a un espectáculo que no entendía, que sigue sin entender bien. A priori, los términos de la ecuación son simples. Un convenio colectivo, el del Metal. Dos partes, la patronal y los sindicatos. Una negociación, como tantas otras anteriormente. Un punto de desencuentro, el IPC. ¿Salvable? Por supuesto, con tiempo y voluntad por ambas partes. Como toda la vida. ¿Por qué entonces este bochornoso espectáculo? ¿Por qué arden coches, se agrede a policías, se cortan las vías del tren, se amenaza a periodistas y a trabajadores que sí quieren acudir a sus puestos de trabajo? Ya sabemos que históricamente esto ha ocurrido en Cádiz durante décadas. La violencia nunca es justificable, pero en los 80 y en los 90 las excusas para ejercerla eran mucho más poderosas. Entonces se luchaba por evitar el cierre de los astilleros o el despido masivo de miles de trabajadores. Ni siquiera cuando cerró Delphi se armó este lío. Podrán argumentar que ahora es Airbus la que se va de Puerto Real. Pero lo cierto es que lo hace con los puestos de trabajo garantizados y los empleados recolocados. El cierre de una fábrica siempre es una mala noticia, pero en este caso, pese a quien pese, es una decisión –englobada también dentro de la negociación de un convenio colectivo– aprobada por casi el 80% de la propia plantilla de trabajadores. No, hoy no hablamos de problemas estructurales. Hoy hablamos del IPC. De cien euros más al mes. O 200. Una más que legítima propuesta de incremento salarial. Por supuesto que los sindicatos tienen derecho a exigirlo. Es más, tienen la obligación de hacerlo y de apretar a la patronal todo lo que haga falta. Pero no de esta forma absolutamente desproporcionada. Y la patronal también está en su derecho, y en su obligación, de tratar de ajustar costes. Es clave saber que el convenio del Metal de Cádiz es el más alto de España, sólo por detrás del de Navarra. Esto significa que hacer barcos, coches o aviones aquí es más caro que hacerlo en Galicia, Mataró o Sevilla. Y eso hace que Cádiz pierda competitividad. Únale usted la permanente conflictividad laboral... Y es vital conocer también que lo que se negocia no afecta a las grandes empresas tractoras, que tienen sus propios convenios, sino básicamente a las auxiliares y a los pequeños negocios como talleres de coches. Por ellos es por los que vela la FEMCA. Por los que también crean empleo y no podrían soportar una subida del IPC como la que piden los sindicatos. En este contexto de violencia, en el que también ellos reciben amenazas, lo fácil sería ceder. Pero no sería lo responsable con el futuro de la provincia. No lo responsable para que Cádiz sí pueda competir en igualdad de condiciones con otros lugares de España para atraer empresas. Para mantener a las que ya están. En cualquier caso, insisto, es una simple negociación por un incremento salarial.
Por eso el trasfondo de todo lo que España está viendo y los gaditanos viviendo estos días es mucho más complejo. Detrás de toda esta lamentable historia se esconden los grupos antisistema, que están campando a sus anchas. Sindicatos radicales afines a los partidos anticapitalistas cuyo único objetivo es acabar con el sistema. Esta negociación no es la causa de sus acciones vandálicas, sino la excusa. Ellos lo saben y por eso sus líderes, encabezados por el mismísimo alcalde de Cádiz, hablan de «dignidad», de «lucha obrera», de «opresión». Porque la simple negociación no es suficiente para convencer a sus «vecinos y vecinas» de que sus acciones están justificadas. A gritos, detrás de un megáfono, repiten sus proclamas. Y van ganando la batalla del relato por goleada. Es difícil no empatizar con quien pide «un salario digno», con quien argumenta que sus hijos no tienen para comer. Además, tienen amedrentados también a parte de los sindicatos mayoritarios, que se pliegan ante ellos. Muchos trabajadores no están en absoluto de acuerdo con esta forma de proceder. Pero callan. En parte porque les interesa. En parte porque no quieren problemas. Su guerra de guerrillas está funcionando a la perfección.
Para ello, por supuesto, cuentan con dos aliados de lujo. Con los líderes del partido que les representa. Históricamente Anticapitalistas, hoy Adelante Andalucía. Teresa y Kichi. La parlamentaria andaluza tiene poco predicamento a día de hoy. Su guerra interna con Podemos la ha condenado a un ostracismo cada día más patente. Por eso necesita este altavoz, para tratar de posicionarse de cara a las próximas elecciones andaluzas. Sin embargo, el gran abanderado de todo este despropósito, es su pareja, el alcalde de Cádiz. Su imagen con el megáfono es la que ha dado la vuelta a España, con una actitud tan populista como irresponsable. Y cínica. Cinismo que se ve perfectamente retratado si recordamos un episodio vivido hace apenas cinco meses y ordenamos de forma cronológica lo sucedido estos últimos días.
Viernes 25 de junio . Aproximadamente medio centenar de policías locales de Cádiz se concentran en la puerta del Ayuntamiento para reclamar mejoras salariales. La protesta se desarrolla con normalidad y sin incidentes, todos a cara descubierta. De pronto, uno de ellos lanza un bote de humo al balcón del Consistorio. La humareda se cuela dentro del edificio y el alcalde de la ciudad suspende el Pleno que se celebraba en ese momento y ordena desalojar el edificio. Acto seguido Kichi se planta delante de los medios de comunicación y hace las siguientes aseveraciones: «Estos ataques y actos violentos son intolerables», «la violencia siempre hace que se pierdan los argumentos y la razón» , «reitero mi condena enérgica, el fin no justifica para nada los medios».
Martes 16 de noviembre. Hace cinco días. El sector del metal inicia una huelga para reclamar lo mismo que los policías: mejoras salariales en el convenio colectivo que se está negociando. Desde las siete de la mañana, al menos un centenar de encapuchados y cientos de trabajadores más –estos a cara descubierta– se concentran en la puerta del astillero de Cádiz, a apenas 500 metros del Ayuntamiento. A diez de una gasolinera. Los que ocultan el rostro queman maderas, sillas y neumáticos para hacer barricadas. Y comienza el enfrentamiento con la Policía Nacional, a la que insultan, amenazan y lanzan piedras, tornillos y todo lo que tienen al alcance. Los altercados se prolongan durante más de siete horas. Sin parar. El alcalde de Cádiz calla. Se limita a mostrar «todo su apoyo» a los «compañeros del metal» en sus redes sociales.
Miércoles 17 de noviembre. Hace cuatro días. Las protestas se radicalizan aún más. Se repiten las barricadas y las fogatas. Esta vez arde un coche lanzado a una hoguera entre diez o doce manifestantes. Los enfrentamientos con la Policía se recrudecen. Una auténtica batalla campal en la que destrozan la valla que delimita la estación de tren y cortan la vía llenándola de objetos. El tráfico ferroviario queda suspendido durante varias horas. El alcalde de Cádiz insiste en su silencio. En sus redes sociales habla del Sahara, de una ciudad sostenible, del ‘sinhogarismo’ y hace una breve mención al cierre de Airbus.
Jueves 18 de noviembre. Hace tan sólo tres días. Esta vez la estrategia de los radicales es crear un caos circulatorio en toda la Bahía de Cádiz. Decenas de encapuchados intentan cortar a primera hora los puentes de entrada a la capital. La Policía lo impide y tras varios enfrentamientos, desisten y vuelven a dirigirse a la puerta del astillero de Cádiz. Tampoco allí se les permite concentrarse, por lo que unos doscientos de ellos inician una marcha a pie que les lleva hasta la sede de la Patronal, junto al barrio de Loreto. De allí vuelven a dirigirse al interior de la ciudad, en una manifestación no autorizada y caótica. Mientras todo esto ocurre, el alcalde de Cádiz, esta vez sí, recurre a sus redes sociales para explayarse. «Ni son criminales, ni son delincuentes, ni son ‘cuatro jóvenes exaltados’ como decían ayer en el programa de Ana Rosa o en algún medio afín a los privilegiados» . Su primer mensaje, para exculpar a los violentos y señalar a los periodistas. Poco después la Asociación de la Prensa haría un comunicado denunciando las amenzas recibidas por varios de ellos durante la cobertura de la huelga. «Violencia es que en Madrid sólo nos escuchen cuando arde nuestra tierra (...)» y finalizaba con un «compañeros y compañeras tenéis todo mi apoyo. Porque sois los míos. Porque soy de los vuestros (...) Viva la lucha de la clase obrera». Y cuando la manifestación llega a la Cuesta de las Calesas, Kichi les da el encuentro. Agarra el megáfono, como en sus tiempos de activista, y se dirige a los presentes para verbalizar su discurso.
Viernes 19 de noviembre. Antes de ayer. Se repite la historia del jueves. Nueva marcha por toda la ciudad, de una avenida a otra para provocar el mayor caos circulatorio posible y cargas policiales para evitar el corte del puente. Kichi, agarra de nuevo el megáfono y repite discurso para jolgorio de los presentes.
En apenas cinco meses el alcalde de Cádiz ha mostrado sus dos caras, sus dos varas de medir. Un acto casi pueril protagonizado por agentes de policía es «violencia intolerable». Y la delicuencia organizada de unos pocos radicales, es «lucha obrera». Porque dice que son «los suyos». Y ese es su gran error, lo que aún no ha asumido ni asumirá. Que ahora «los suyos» son los policías locales. Y también los vecinos que se ven atrapados en este clima de violencia y crispación. Todos, le hayan votado o no. Pero eso es secundario. Su objetivo es otro. El Ayuntamiento no es más que una herramienta para que le apunten los focos y ‘vender’ su ideología barata y trasnochada. Y todo a costa de la imagen de Cádiz, de nuestra imagen, a la que él y sus secuaces han causado un daño irreparable de cara a posibles inversores, al turismo. Algún día Kichi se irá y eso, al final, es lo único que quedará.