3 de junio del 86
Que tal día como hoy, casi 36 años después de su nacimiento, los españoles podamos disfrutar de una nueva final de nuestro mejor deportista de todos los tiempos es un lujo que sólo seres excepcionales como él pueden regalarnos. Un lujo y un milagro.
Aquel 3 de junio del 86 no éramos conscientes de quién estaba llegando al mundo. Era imposible saberlo, claro. Ni siquiera sus padres. Cierto es que ese mismo año su joven tío Miguel Ángel debutaba con el Real Mallorca en Primera División. La genética la ... tenía. Pero lo que estaba por venir... A esos niveles... Imposible. Era martes y los españoles aún nos estábamos reponiendo del disgusto de un par de días antes, cuando perdimos en el debut del Mundial de México ante Brasil, con aquel gol de Míchel que entró claramente tras pegar en el larguero pero que nunca subió al marcador. Más tarde Eloy terminaría de darnos el disgusto en la tanda de penaltis ante Bélgica. Pero el verdadero acontecimiento ocurría en un mediano municipio de la isla de Mallorca, en Manacor. Allí nacía el deportista más grande, de largo, de la historia de nuestro país. Y levantarse hoy, domingo, casi 36 años después de aquel alumbramiento de doña Ana María Parera, y poder sentarnos ante la televisión a ver un nuevo duelo de este sublime deportista español es un lujo. Y un milagro. Uno de esos pequeños momentos de felicidad colectiva que sólo personas tan grandes como él nos pueden regalar. Si algo une en este país a la inmensa mayoría de la gente es el deporte. Juntos hemos disfrutado de éxitos como los de las selecciones de fútbol o baloncesto, con los mundiales de motociclismo, la fórmula uno o cualquier medalla lograda en unos juegos olímpicos. Y juntos hemos lamentado también las derrotas. Pero un partido, una final, de Rafa Nadal es aún más especial. Y lo es por muchas razones. Obviamente por lo puramente deportivo, pero él suma otros dos componentes que son los que le hacen casi único: su infinita capacidad de superación y sus extraordinarios valores más allá del deporte. Por eso sus victorias son triplemente festejadas. Y sus escasas derrotas triplemente sentidas.
Hoy volveremos a pasar la mañana acompañando cada golpe, lamentando cada bola que vaya fuera, sonriendo con cada punto imposible. Verle ganar no va a ser fácil. Se enfrenta a un jugador diez años menor y que no ha sufrido ni la milésima parte de las lesiones que ha padecido y padece él. El escafoides partido literalmente por la mitad, dolencias crónicas en las rodillas y en los tobillos, calambres en los brazos, dolores en el hombro, la muñeca, la espalda... no hay una sola parte de su cuerpo que no acabe literalmente destrozada en cada partido. Pero se repone. Una y otra vez. Y lo hace gracias a su mayor fortaleza, la mental. A su increíble capacidad mental. Esa que hace que hoy podamos tomarnos el café mañanero, y probablemente el aperitivo de media mañana, viéndole disputar una nueva final de Gran Slam a kilómetros de distancia. Despertando nuestro orgullo como país, que buena falta nos hace. Haciendo que repitamos aquello de que ojalá hubiera muchos como él. Sin ser realmente conscientes de que si de verdad hubiera muchos como él –en cualquier ámbito de la vida– este mundo sería sin duda infinitamente mejor. ¡Vamos Rafa! ¡Vamos España!
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