Ramón Pérez Montero
Horizontes
Hay un corto itinerario que separa hoy al Edén de nuestra tierra del actual infierno que representa la falta de oportunidades laborales que reflejan las tenebrosas cifras del paro
Un artículo me manda hacer LA VOZ y, como dijo Lope, en mi vida me he visto en tanto aprieto. Al borde del final de este 2015, se me solicita opinión sobre el estado actual de nuestro entorno más cercano y sus perspectivas de futuro.
De entrada, recién ingresados en el territorio pantanoso del nuevo mapa dibujado por los resultados de las últimas elecciones generales, ni el momento económico ni la situación política animan a ofrecer juicios optimistas. Y como, por otro lado, ni poseo los números del periodista ni el arte de birlibirloque del político, tampoco puedo manejarme con la necesaria soltura en el barajado de datos como para trazar las coordenadas de nuestro presente, ni mucho menos leer certeros augurios en la trayectoria de los pájaros que vuelan según las cambiantes corrientes estadísticas.
Así pues, tendré que emitir mi humilde juicio desde mi posición de ciudadano de a pie, de asalariado que trata de no zozobrar en las aguas agitadas de cada fin de mes, de padre preocupado por el presente académico y el futuro profesional de sus hijos, del hombre desnudo que procura mantener cada día un mínimo equilibrio en un planeta humano que rueda sin freno por la pendiente de su propia autodestrucción.
Pero hay que vivir. Resulta necesario continuar viviendo, alimentando la alegría con el goteo lento de esa felicidad con que nos premia la vida, instalado en el convencimiento de que la dicha es una corriente interior que no tiene afluentes externos, sino que se nutre en exclusiva de la capacidad de reconciliación con uno mismo. Al final nadie puede ofrecer más de lo que tiene ni recibir más de lo que entrega. Las ecuaciones del universo son así de terminantes. Todo tiene un precio y nadie puede esperar un premio gordo que no penalice a otro y que no hunda sus raíces en el esfuerzo personal. Me sospecho que la felicidad no deja de ser otra ilusión de nuestra mente, pero sin duda esa ilusión de realidad sale muy reforzada del juicio ajeno, de la mirada del otro. En última instancia necesitamos ver nuestra felicidad reflejada en los ojos de quienes nos miran.
El encargo me llega, causalmente, cuando me encuentro leyendo el interesante libro de Alberto Porlan, Tartessos, presentado hace muy pocas fechas en el ayuntamiento de Medina. El autor, en contra de la opinión clásica que siempre situó al mítico reino del mismo nombre en el entorno del Guadalquivir, aporta sólidos argumentos geográficos, literarios y etimológicos para localizarlo en la cuenca del río Barbate (Tartessos para los griegos, Hiberus para los nativos), y abierto al océano en la franja costera que se extiende desde el cabo de Trafalgar hasta Tarifa. Aceptando el ofrecimiento del azar, me circunscribo a este marco humano y cultural para expresar mi opinión acerca de nuestra realidad actual y nuestro horizonte futuro.
Resulta muy conveniente, casi imprescindible diría, conocer nuestro pasado para poder comprender la realidad en que vivimos. Si aceptamos la tesis de Porlan, debemos entender que nuestra cultura actual se remonta como mínimo varios siglos atrás al nacimiento de Cristo, formando parte de la visión mítica del mundo que forjaron los griegos, e inmersa en las luchas por el reparto de las riquezas de estas tierras que desencadenaron los feroces enfrentamientos de este mismo pueblo con las primeras potencias colonizadoras púnicas y semitas, en la conquista de esta fachada atlántica, una vez repartida entre ellos la costa mediterránea. Para todos esos pueblos antiguos el reino de Tartessos fue el enclave donde ubicaron tanto sus felices Campos Elisios como las puertas del mismísimo Tártaro.
El reino de Tartessos, casi coincidente con la actual comarca de la Janda, vivió su época de esplendor gracias a la producción agrícola de la llanura de aluvión de la cuenca de este río, al rendimiento ganadero de la raza retinta de vacuno, a los recursos cinegéticos de Los Alcornocales, al atún de las almadrabas y al comercio del estaño con los griegos. Después de que los vientos de la historia barrieran las huellas de este reino, otros pueblos se hicieron dueños de un territorio siempre apetecible por sus riquezas naturales. Tras el paso de los romanos y los árabes, la comarca pasó a formar parte del ducado de Medina Sidonia como botín de conquista y acabó siendo víctima del gran desastre ecológico que significó la desecación de la laguna de la Janda a mitad del siglo XX.
En la actualidad, de aquellas antiguas riquezas todavía conservamos parte de la producción agrícola, los descendientes de aquella mítica raza retinta que el propio Hércules robó al rey Gerión, los recursos almadraberos y la naturaleza semivirgen de nuestro parque natural. Sin embargo, a día de hoy, en un mundo industrializado, una economía de corte tradicional basada en la agricultura, la ganadería y la pesca resulta muy poco competitiva y es poco lo que puede ofrecer a una población que ha de buscar en la teta de los servicios, principalmente en el turismo, el alimento que permita un desarrollo que resulta siempre escaso. Como explica Porlan, también Ulises recorrió la distancia existente entre la sierra de Fates, las puertas del Hades para los griegos, y el Paraíso lacustre de la Janda. Ese corto itinerario es el que separa hoy al Edén de nuestra tierra del actual infierno que representa la falta de oportunidades laborales que reflejan las tenebrosas cifras del paro.
Muestra actualmente la Janda una doble cara. Aquella que se abre al litoral, con los municipios de Vejer, Conil y Barbate, y que basa su economía en los aportes del turismo. El viento de Levante que agita sus arenas siempre fue un enemigo natural para el desarrollo del sector y, ahora que los foráneos, tanto nacionales como extranjeros, han conseguido descubrir y valorar la belleza de una costa en estado casi virginal, la explotación de este recurso se ve frenada, en buena lógica, por las leyes que limitan la voracidad de esa urbanización salvaje que se llevó por delante buena parte del litoral.
Por otro lado tenemos la realidad de la Janda Interior de Paterna, Alcalá, Benalup y Medina, su capital. Municipios que a duras penas sobreviven gracias a los escasos aportes del medio rural y, principalmente, a los que suponen los ingresos fijos de los funcionarios tanto municipales como autonómicos que encuentran su residencia en ellos.
Este presente no invita al optimismo de cara al futuro. Pero no debemos supeditar el desarrollo humano al aspecto exclusivamente económico. Los que llevamos sobreviviendo en estas tierras cuando menos tres milenios somos herederos de esa sabiduría ancestral que nos permite aceptar el infortunio como parte indispensable de la alegría de vivir. Las culturas como la nuestra, que han sido testigos del paso de muy variada gente y de los continuos avatares de la historia, transmiten de generación en generación el mensaje esencial de que nada es estable ni permanente, porque conocen el falso valor del metal en que se acuña la idea de progreso.
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