Ramón Pérez Montero - Artículo
Historias
La conozcas o no, la historia nunca volverá a repetirse por el hecho de que la historia jamás podrá repetirse
A pesar de su tremenda fuerza lógica y sin saber exactamente por qué, nunca acabe de creerme aquella máxima que decía que ‘quien no conoce su historia está condenado a repetirla’. Intuía que algo no encajaba. Ahora creo saberlo. La conozcas o no, la historia nunca volverá a repetirse por el hecho de que la historia jamás puede repetirse. Bastaría con aplicar el principio heraclitano de la imposibilidad de beber dos veces en el mismo río.
La historia es un relato humano, y como tal, una mezcla de ficción y verdad como cualquier creación literaria. La historia se construye sobre fragmentos inconexos del pasado desde la perspectiva necesariamente distorsionante del presente. La máxima en cuestión ofrece también protagonismo al futuro. Como si tuviéramos alguna posibilidad no ya de adivinarlo sino también de conjurar sus peligros.
Al ser un producto de nuestra conciencia humana, participa de los diferentes sistemas que la construyen. Los sistemas económicos, sociales, psicológicos y culturales obtienen información del medio, la procesan y la intercambian entre ellos. Durante el proceso se transforman a sí mismos, a los demás y al propio medio. En ese incesante torbellino no hay posibilidad de que nada vuelva a darse en las mismas condiciones que en un momento anterior. La visión lineal del tiempo en una determinada dirección forma parte también de nuestras ficciones. Por ello prefiero hablar de torbellino y no de flecha.
Estas reflexiones surgen a partir de la lectura de El mundo en la Antigüedad Tardía. Todo un clásico para entender la caída del Imperio romano de Occidente y como la Iglesia católica prosperó con sus despojos. Aunque no se manifieste con la claridad con que lo expresa Peter Brown, en cualquier libro de historia puede verse que la tremenda transformación que experimentó esta parte de mundo con las llamadas invasiones bárbaras, no vino propiciada por la fuerza de la armas, sino que fue el resultado de un lento pero inexorable flujo migratorio. Toda la parte occidental del Imperio sufrió una invasión de hambrientos atraídos por la abundancia de que disfrutaban los romanos.
Cuando Alarico y sus hordas se acercaron a Roma en 408, el emperador Honorio solicitó a los acaudalados senadores un esfuerzo económico para dar una salida diplomática y subsidiaria a la amenaza. Los patricios se negaron y, desde su perspectiva de superioridad, aun se ofendieron por que se les hubiese propuesto apaciguar a un bárbaro despreciable sometiéndose a sus exigencias. Dos años después tuvieron que desembolsar más del triple para reconstruir su ciudad, una vez saqueada por el rey visigodo.
No, la historia no se repiten nunca en las misma condiciones, pero ahora estamos sufriendo otra lenta e inexorable invasión de nuestro Imperio europeo. Miramos con desprecio a los invasores, confiados en que nuestros muros y sistemas de defensa podrán contener el flujo. Invertimos mucho dinero para frenar la entrada de los que intentan colarse y se mira como enemigos a los que ya tenemos dentro. Ni unos ni otros cuentan con muchas posibilidades de integración. Todavía los naturales somos más numerosos. También los romanos representaban más del noventa por ciento de la población cuando los bárbaros construyeron aquí sus reinos. No digo que la historia volverá repetirse, pero por lo menos podríamos tener aprendido que el desprecio es un arma de doble filo que acaba matando también a quien la blande. Lo más curioso es que quien escribe esto sea seguramente un descendiente de cualquiera de aquellos invasores bárbaros.
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