Gonzalo Altozano - TRIBUNA

Héroes en el desván

Blas Ruiz, Pedro Páez y Manuel Iradier acreditan méritos suficientes para optar al título de héroe nacional. En España, acampan en los márgenes de los cronicones

Gonzalo Altozano

Dice Garci, José Luis Garci, nuestro José Luis Garci, que siempre que entra en una cafetería cree ver en cada una de las mesas y oír en el rumor de las conversaciones el argumento de una película. Quiere decir Garci que no hay vida, por grisácea que parezca, que no merezca la pena ser contada. De hecho, sus mejores películas, las de Garci, están protagonizadas por tipos del subgénero de los derrotados por la vida, tan alejados de los hombres de acción de las cintas de su idolatrado John Huston, director, entre otras, de ‘El hombre que pudo reinar’.

La película de Huston, con Sean Connery en el papel protagonista, está basada en una novelita de Rudyard Kipling, si bien diríase que su argumento lo anticipó en varios siglos la vida y la muerte de un compatriota nuestro, Blas Ruiz, de cuyos primeros años poco se sabe, más allá de que nació en La Calzada, provincia de Ciudad Real, y de que bien joven marchó a hacer las Américas. Fue allí donde nuestro hombre debió de tener noticia de una de las más altas ocasiones que vieron los siglos. Y no hablo, no, de la batalla de Lepanto, sino de la conquista de México por Hernán Cortés.

Si Cortés y su puñado de españoles lograron someter al poderosísimo imperio azteca a la corona española, Ruiz y los suyos soñaron con hacer lo mismo con el lejano reino de Camboya, a principios del siglo XVII. Para ello, y al igual que Cortés, Ruiz selló alianzas, libró batallas, conquistó provincias, y todo con la idea de España en la cabeza. A pesar de lo cerca que estuvo de ganar para su patria aquellos territorios, finalmente no pudo ser, pues una masa enfurecida cayó sobre él y sus hombres, haciéndolos perecer a todos una noche triste. Si es cierto que se muere como se vive, qué duda cabe de que, al menos, vendieron cara su derrota.

Que Blas Ruiz no era precisamente un congregante mariano lo prueban sus modos y maneras de caudillo en continuos amoríos con la muerte. Y, sin embargo, durante su larga marcha hacia Camboya –no es descabellado imaginarlo a lomos de un elefante–, llegó a solicitar al gobernador español de Filipinas el envío no solo de refuerzos, sino de misioneros también. Misioneros, por cierto, los de entonces, que parecían compartir con Ruiz y sus correligionarios el mismo gusto por la vida peligrosa, solo que no a mayor gloria suya o de los hombres, sino de Dios. Tal fue el caso del jesuita Pedro Paéz.

Bien pudo Pedro Páez pasar a la historia como el primer español que probó el café (en Al-Qatn) o como el primer europeo que recorrió la inmensidad de los desiertos de Hadramaut y Rub-al-Khali, y no de cualquier manera, sino a pie, atadas las manos a la cola de una recua de dromedarios, alimentado por sus captores a base de saltamontes y grumos de harina, sintiéndose amenazado de noche por los leones y las hienas, y todo bajo una temperatura que de día podía calentar la arena bajo los pies hasta los ochenta grados.

Y, sin embargo, no fue nada de esto, ni tampoco los siete años que pasó de mazmorra en mazmorra en las cárceles del Yemen, lo que permitió el pase de Páez a la posteridad, sino un descubrimiento con el que durante siglos habían soñado los reyes, los poetas y los viajeros. Sucedió en Etiopía, el 21 de abril de 1618, cuando nuestro hombre divisó el cauce de un riachuelo que brotaba de algún lugar de las montañas de Sahala, al sur del lago Tana, riachuelo al que iban a desembocar otros arroyos, alimentando un curso cada vez más caudaloso. Qué no hubieran dado por ver lo que entonces vieron sus ojos el rey Ciro y su hijo Cambesis, el gran Alejandro y el mismísimo Julio César. Porque Pedro Páez, sacerdote jesuita, compatriota nuestro, natural de Olmeda de la Cebolla, acababa de descubrir las fuentes del Nilo.

Habrá quien diga que Blas Ruiz, Pedro Páez y tantísimos españoles de entonces se las gastaban como se las gastaban porque eran hijos de una España en la que nunca se ponía el sol y, claro, de alguna manera, tanta hazaña iba de suyo, en el sueldo. Lamentablemente, no dispongo de espacio suficiente para confirmar o desmentir lo anterior, pero sí para apuntar que en épocas de mucho menos esplendor, más crepusculares, españoles hubo que también se jugaron el todo por el todo por su país.

Ahí tenemos, por ejemplo, a Manuel Iradier, quien con enorme quebranto para su bolsillo, su salud y su estabilidad familiar, se adentró en la selva ecuatorial africana, equipado únicamente o casi con un cuaderno de notas y una brújula que terminaría extraviando. No se aventuró Iradier en el corazón de las tinieblas, allá donde el hombre blanco se sentía desacostumbradamente suicida, porque se sintiera deudor de sus lecturas cuando niño de los grandes relatos de los exploradores en el África negra. O no solo.

Iradier también osó para arrancar de los jefes nativos de la región, más de un centenar, el reconocimiento de la soberanía de España sobre tales territorios, soberanía a la que nuestro país tenía derecho desde mucho tiempo atrás, si bien nadie se había molestado en formalizarla. Y fue así, gracias a aquel alavés que de joven soñó con mundos todavía por conquistar que una España al borde del desahucio y en trance de disolución -la España de la segunda mitad del siglo XIX- pudo hacer valer sus pretensiones en África frente a unas potencias europeas en todo su apogeo. Que tanto puede, en fin, la determinada determinación de un hombre solo.

Blas Ruiz, Pedro Páez y Manuel Iradier acreditarían –los tres juntos o por separado– méritos suficientes para optar al título de héroe nacional de un país cualquiera. En España, sin embargo, acampan en los márgenes de los cronicones y en sus notas a pie de página, crían polvo en los archivos y en los desvanes y sótanos de los museos, como tantísimos compatriotas de rompe y rasga como ellos. Pero que nadie vea un lamento en estas palabras, en todo caso un motivo para el orgullo, pues si a tanto se atrevieron los personajes secundarios de nuestra historia, de qué no serían capaces los protagonistas. Porque el nuestro, digan lo que digan, no es un país cualquiera.

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