La gran falacia

Es triste que en tan solo cuarenta años se nos haya roto esto y que los partidos tengan que mendigar, casi suplicar, que la gente vaya a votar

Existía hace poco el convencimiento de que el ser humano adulto y sano –en su sano juicio, se entiende– actuaba de acuerdo a una serie de motivos y razonamientos que podían enmarcarse dentro de una pretendida racionalidad. Y que aquellos casos en los que alguien ... se comportaba de manera irracional se podían interpretar como una muestra de debilidad, de enfermedad, o como un episodio en el que la persona no era capaz de identificar las razones de sus actos. Hasta Freud daba por supuesto que el ser humano es un ser racional, algo que usted y yo, sin ser psicoanalistas, sabemos que no es del todo verdad. Porque la conducta irracional está tan situada en el centro de nuestras vidas que lo lógico se ha convertido en la excepción y no al revés. Actuamos por impulsos nada racionales y por –si me permite apelar a los sentimientos– emociones, la mayor parte de las veces, colectivas y peligrosamente contagiosas. Así se comprenden muchas cosas.

La filosofía lo llama falacia, que no es otra cosa que hacer pasar por cierto algún argumento que no lo es, y bajo una pretendida verosimilitud, crear un estado de opinión o de reacción hecho a la medida de un fin concreto. La versión suave de lo que predicaba Goebbels, ¿recuerda? lo de la mentira que a fuerza de repetirse, se convierte en verdad, o se transforma en esas musiquillas gusaneras que al final todo el mundo lleva pegada en la frente, y de las que tanto han abusado nuestros políticos en los últimos tiempos. En fin.

En política las falacias se construyen para crear estados críticos en la sociedad. La España que se rompe, los pactos con los golpistas, la invasión de los inmigrantes, que viene el coco de la ultraderecha, os vais a quedar sin derechos, el cuento de la criada… y todas esas patrañas que llevamos oyendo más tiempo del que debería estar permitido por la OMS para garantizar la higiene mental. Las campañas electorales duran lo mismo que las legislaturas y las legislaturas no llegan ya a agotar los plazos, así que vivimos como aquel prisionero del romance «que ni sé cuando es día, ni cuando las noches son».

Hoy, por si le queda alguna duda, estamos nuevamente invitados a eso que llaman «la fiesta de la democracia» –otra falacia, como supone–, una fiesta que se reinventa en esta ocasión por el miedo a la abstención y al rechazo contagioso por parte de la ciudadanía de todo lo que huela a política. Es muy triste, la verdad. Es triste que en tan solo cuarenta años se nos haya roto esto –quizá de tanto usarlo– y que los partidos, lejos de pedir el voto para su formación, tengan que mendigar, casi suplicar, que la gente vaya a votar, vote a quien vote.

Que la abstención es una tendencia al alza se puede ver en los resultados electorales de los últimos quince años. De un 24,3% en 2004 –las elecciones post Atocha– a un 33,5% en la de 2016, va un porcentaje demasiado elevado para una población como la nuestra. Que la abstención es un estado de ánimo se puede palpar en la calle, en las tertulias, en los parques, porque el juego ha perdido toda la emoción. Que la abstención tiene una sombra muy alargada es la amenaza a la que se enfrentan todos los partidos en un día como el de hoy. Por eso había que sacar toda la artillería pesada y escenificar la performance total, la de las grandes colas y la avalancha de votos por correo.

La emoción, ya se lo dije antes, es contagiosa. Y eso de ampliar el plazo para entregar el voto, y eso de las horas ante las oficinas de Correos puede movilizar a los rezagados, no digo que no. Pero no hay que perder de vista lo que se cuece en el fondo de la olla. En la elecciones de 2016 se cursaron 1.452.988 solicitudes de voto por correo, casi el doble que en los comicios de 2015. En esta ocasión las peticiones se han reducido en un 8.7% con respecto a la última convocatoria, sin embargo, la coincidencia con la Semana Santa y sobre todo, el retraso en la entrega de la documentación, han obligado a hacer de una necesidad la mayor de las virtudes. Esas oficinas de Correos abiertas hasta las dos de la tarde del pasado viernes, son un signo claro de cómo se construye una falacia. No es que se haya movilizado el electorado y vaya a votar más gente que en otras ocasiones –de hecho, el plazo para solicitar el voto cerró el pasado 18 de abril–, es que el sistema ha sido incapaz de drenar el procedimiento de una manera eficaz.

Lejos de ese sistema quedan los cientos de miles de españoles que, fuera del territorio nacional, se han visto obligados a renunciar a su derecho porque la burocracia se ha convertido en el peor enemigo de la democracia. Ellos hoy no están invitados a la fiesta, pero a nadie parece importarle. Fueron declarados españoles de segunda en el momento en el que cruzaron el mapa.

Sin embargo, esta noche, todos los candidatos saldrán victoriosos al balcón de su euforia. Todos habrán ganado, para todos habrá motivos de celebración.

Para usted, para mí, y para todos nosotros, mañana será otro día, otro lunes cualquiera. Y el despertador sonará a la misma hora. Afortunadamente. Por eso mismo, hoy, vaya a votar.

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