Generación Greta
«... Nos hemos convertidos en esclavos de una generación insatisfecha que no solo nos fustiga con sus exigencias, sino que nos culpa absolutamente de todo»
Decían los ilustrados que el sueño de la razón produce monstruos. La razón –sea lo que sea la razón, si alguna vez la tuvimos-, se echó a dormir hace tanto tiempo que a los monstruos les ha dado tiempo a crecer y a multiplicarse, de ... tal manera que ya están por todas partes. Monstruos con apariencia monstruosa, y monstruos con apariencia de niños angelicales. No nos queda otra que reconocer que hemos perdido la batalla; si primero fuimos padres, luego quisimos ser amiguitos de nuestros hijos, sus colegas y definitivamente nos hemos convertido en esclavos de una generación insatisfecha que no solo nos fustiga con sus exigencias, sino que nos culpa absolutamente de todo. Los mayores –sus mayores– somos unos ignorantes, una panda de analfabetos inconscientes e inmorales que no nos preocupamos del planeta, ni del calentamiento global, ni del reciclaje, ni del medioambiente, ni del deshielo de los polos, ni de la selva de la Amazonía –para colmo, somos tan catetos que lo llamábamos Amazonas–, ni sabemos idiomas, ni sabemos viajar –todavía imprimimos los billetes de avión y facturamos–, ni manejamos las redes sociales, ni conocemos a los grandes cantantes de ahora –y no saben cuánto me alegro de no conocerlos–, ni tenemos idea de política, ni supimos hacer la Transición, ni apreciamos la comida vegana, ni hemos visto la última serie de HBO, ni hemos leído a Marwan, ni hemos aprendido a pagar con Bizum, ni nada de nada. Y nos lo reprochan, constantemente, a todas horas. Con rabia, además.
Nosotros no decimos nada, no les decimos nada. Ni que no saben hacer la cama, ni poner una lavadora, ni planchar una camiseta, ni cambiar una bombilla, ni siquiera nos atrevemos a revelarles que el Cola-Cao no crece en la alacena ni que la leche se cría en la nevera. Bajamos la cabeza, nos tragamos el orgullo –para no herir el suyo, y estamos a sus órdenes. Primero les llevamos la mochila al colegio, luego les hacemos los trabajos de Tecnología, la matrícula de la Universidad y más tarde seguimos financiándoles la vida mientras ellos protestan, y se disgustan, y se frustran porque se les ha roto el juguete de turno. ¿Dónde están mis auriculares? ¿Dónde has puesto mi pantalón? ¿Cuándo se cena? ¿Cómo se hace esto? ¿Por qué no hay yogures? ¿No ha llegado ningún paquete para mí? ¿Cómo es posible que estéis viendo este programa? No me llega el wifi, no tengo tiempo, no me has despertado, no tengo ropa, no me gusta esta comida… ¿Le suena, verdad? Claro que le suena, porque también a usted le han mirado, más de una vez, con esos ojillos entrecerrados llenos de ira, porque usted también ha visto a Greta Thunberg llorando por haber perdido su infancia, –por culpa nuestra, por supuesto- y porque le hemos robado sus sueños. Unos sueños que sabe Dios qué clase de monstruos producirían.
Son la Generación Greta. La generación que más fácil lo ha tenido todo, porque nosotros se lo hemos puesto todo por delante. La generación que ha visto sus deseos hechos realidad mucho antes, incluso, de haberlos deseado. La generación «pataleta» con los niveles de insatisfacción más grandes de la historia. «Yo no debería estar aquí arriba», dijo la activista sueca ante la Asamblea General de Naciones Unidas –creo que es en lo único en lo que estuve de acuerdo con ella-, «debería estar de vuelta en la escuela». Pero estaba allí arriba, como en un Talent Show, y sus padres estaban allí abajo, rubricando con sus gestos cada uno de los reproches que la joven hacía al mundo. Lo mismo que hubieran hecho si a la niña le hubiese dado por cantar saetas, por tocar el tambor con los pies, o por hacer el cubo de Rubik en siete segundos. Orgullosos y temerosos a partes iguales, no fuera a ser que alguno de los «coachs» mundiales le dijera a la niña dos cosas, y la niña se frustrara. Como hubiésemos hecho cualquiera de nosotros, reconozcámoslo. Que vamos al colegio y le decimos a la maestra que no suspenda a nuestro niño, que le decimos al médico que no le envíe pastillas porque no sabe tragárselas aún –con veinte años-, que hacemos lo que sea con tal de que no se enfaden, de que no se molesten, de que no se echen a llorar.
Me parece loable que esta generación se preocupe de manera tan vehemente por el futuro del planeta, que hagan huelgas como la del pasado viernes y que exijan a los líderes mundiales medidas urgentes para acabar con la crisis climática. Me parece fantástico que tengan inquietudes sociales y que pidan que se les escuche; que tengan conciencia de clase y que trabajen para que el mundo de sus hijos sea un poco mejor. Pero que no se pongan estupendos, por favor.
Porque mientras ellos están arreglando el mundo, los «malvados», los que han propiciado «el comienzo de la extinción masiva» de la humanidad, los que «solo hablan de dinero», les seguimos dando, cada día, un beso de buenas noches mientras los arropamos y les contamos un cuento.
Para que sigan soñando.