Yolanda Vallejo - TRIBUNA LIBRE

El año de la gallina

Seguro que si nos dan opción de formular un deseo para el año que comienza, sería ese «que me quede como estoy»

YOLANDA VALLEJO

A Galdós, que retrató como nadie a los españoles, Valle-Inclán lo llamaba «el garbancero» porque sus novelas –de costumbres más que costumbristas– olían mucho a cocido. Tenía razón el gallego en eso, y en algo más. España huele mucho, todavía, a cocido porque somos, nos guste o no, un país garbancero. Y esto no es malo, ni bueno. Simplemente es así. El año que terminamos pasará a los anales por muchas cosas, también porque fue declarado por la ONU como el Año Internacional de las Legumbres, y porque el Papa Francisco lo bautizó como Año de la Misericordia, cosas ambas, los garbanzos y la clemencia que enmarcan perfectamente lo que han dado de sí nuestros últimos trescientos sesenta y seis días. No lo olvide, 2016 ha sido un año bisiesto de los de libro y refrán, «año bisiesto, año siniestro», aunque a toro pasado y gracias a la oxitoxina que libera la rutina diaria, prácticamente hemos olvidado lo que el año dio de sí. Porque, reconózcalo, los resúmenes de los últimos días, los balances y las imágenes con las que nos martirizan cada nochevieja, no hacen sino reafirmar una sensación de dejà vú, o un misericordioso ¿y esto cuándo ha pasado? O lo que es muchísimo peor ¿tan poco tiempo hace de…? Es lo que tiene la memoria, que de tan selectiva se ha vuelto excluyente y es capaz de convertir nuestro disco duro en un auténtico ‘mannequin challenge’, ya sabe, eso del guerrero del antifaz sin reír, sin hablar, que se quede como está, pero en fino y en moderno.

Porque seguro que si nos dan opción de formular un deseo para el año que comienza, sería ese «que me quede como estoy». El año que entretuvimos cazando pokemon y pensando que tendríamos que votar una y otra vez como en un infinito día de la marmota, también nos trajo otras cosas. Terremotos, muchos, lo que demuestra que la Tierra se mueve, se tambalea y está, como nosotros, buscando un nuevo eje para mantener el equilibrio, o no. Atentados, también muchos y en muchos sitios, muy cercanos y muy lejanos, lo que demuestra que nadie está a salvo, ni libres de pecado, aunque estemos dispuestos, siempre, a tirar la primera piedra, sobre todo contra nuestro propio tejado. Virus –reconózcalo, ya no se acordaba del mosquito zika y los niños microcéfalos, y del pánico de los atletas en las Olimpiadas de Brasil–, hambrunas, corrupción –reconózcalo también, de los papeles de Panamá tampoco se acordaba– paro, países enfrentados, el brexit, el peligroso ascenso de los nacionalismos más beligerantes en la vieja Europa, el desprecio más absoluto hacia los desplazados de las guerras más injustas, deudas, muertes, Donald Trump… ya lo ve, todo son noticias malas.

Por aquí no es que hayamos estado mejor. Jugando a ser patriotas o no, con las banderas, nos hemos metido en un laberinto peligroso. En esta ciudad somos cada vez menos –con el problema añadido de que somos pocos, pero nos conocemos mucho, más viejos y más cabreados–. En la última década nuestra población ha disminuido en la misma proporción que creció el número de perros, que deben ser los que mejor viven, porque para algo somos la ciudad libre del maltrato animal, y la ciudad con el alcalde que mejor escribe cartas de amor y de desamor. También el que mejor canta, que ya lo demostró en Fitur, cuando presentó el logo de la ciudad –nunca más se supo de él– y fue a vender aquel carnaval de la bicicleta estática y de los huevos podridos. El mismo carnaval en el que se produjo la esperada vuelta de Martínez Ares, tan camaleónico él, como nosotros. Adaptación al medio, lo llaman; yo procuraré no llamarlo de ninguna manera. Porque aunque subió el Cádiz, también subió –y de qué manera– el paro, y la pérdida de los quince millones de la Lechera –del Edudsi– y el hotel fantasma del estadio dejaron el ya maltrecho presupuesto municipal, cojeando. Y a pesar de que se coge antes a un mentiroso que un cojo, poco se puede correr instalados en la bronca de los plenos y enredados en las más absurdas y esperpénticas polémicas, que no sirven más que para dejar la ciudad a oscuras –y no lo digo por las luces de navidad, no me malinterprete.

Aunque con los nubarrones que van asomando en el horizonte, yo lo firmaba ya mismo; que me quede como estoy. Verá. Nunca he podido soportar la alegría embriagadora que parece invadir a la gente con las campanadas y las uvas cada año nuevo. Y no he podido soportarlo nunca por una cuestión cinematográfica más que otra cosa, por una cuestión de imagen. Me da por imaginar siempre a los españoles de 1935 brindando y celebrando la entrada de un año para el olvido –aunque lo políticamente correcto sería decir un año para la memoria–; imagino siempre a los londinenses de 1939 desearse todo tipo de parabienes con la última copa de champán ajenos a lo que les venía del cielo –y no es un juego de palabras-; me imagino a los tripulantes del Titanic, a los vecinos de Armero, a los que fueron –luego– víctimas del Katrina, a los trabajadores de las Torres Gemelas, a los pasajeros de Atocha, a los del avión que pilotaba el chalado de la Germanwings, a la gente que celebraba el 14 de julio en Niza, a los que estaban tan tranquilos en la sala Bataclán y a los que buscaban figuritas del belén de Berlín, deseando lo mejor para un nuevo año que sería, fatalmente, el último… Total, que yo solita me amargo lo que se supone que debe ser una noche para la esperanza y el horóscopo, y termina siendo una continua jaculatoria «que me quede como estoy».

Del año que acabamos de comenzar poco o nada esperamos. De esta manera, será un año dichoso, si hacemos caso a Alexander Pope cuando decía «Bienaventurados los que nada esperan porque nunca serán defraudados». Y así, si nada esperamos del nuevo año, nada nos podrá defraudar. Bajar el listón, le llaman, o resignación, si prefiere el término. Por si acaso, 2017 además de Año del Turismo Sostenible, será el año de la gallina roja, según el calendario chino. Yo no soy mucho del calendario chino, ni siquiera del que me han dado en el restaurante de San Juan de Dios, pero tampoco tengo prejuicios, y no está de más tener en cuenta lo de la gallina. Le diré por qué.

La gallina es un animal curioso. Cuida de sus huevos y de sus polluelos, se alimenta de cualquier cosa, vive en jaulas, y tiene pocas luces, tan pocas que se retira a dormir en cuanto se va el sol. Se asusta de los humanos y suele ser un bicho dócil, doméstico. Cacarea mucho, eso sí, pero de poco le sirve, la verdad. Gallina llamamos al cobarde, al miedoso, al excesivamente tímido.

Pero la gallina, sobre todo la gallina vieja, hace buen caldo, y con un puñado de garbanzos saldría un buen cocido. Confiemos en que no está todo perdido.

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