OPINIÓN
Frío
Yo necesito palpar a diario la energía del astro rey, recibir la caricia de su luz, alimentarme de su calor reactivo nuclear aún a riesgo de tostarme
O lo del calentamiento global planetario es una patraña, tal y como Trump y su cohorte también global de negacionistas se empeñan en refutar, o yo debo haber debutado en una extraña forma de menopausia (perdón, pitopausia) inversa. Lo cierto y lo fijo es que ... yo, este verano que ya parece despedirse entre redobles de gota fría , he pasado mucho frío.
Con respecto a mi dependencia de los imperativos climáticos, me incluyo dentro del tipo medio del hombre del sur. Por crianza estoy hecho a las calores, adaptado a las dilataciones altas del mercurios con la naturalidad de cualquier animal a su hábitat. Los fríos, en cambio, me resultan agresivos. Algo muy contrario a mi organismo de sangre caliente. Organismo que ha de sufrir en sus carnes el despilfarro de la gran cantidad de energía exigida para mantener equilibrado el balance térmico que me garantía mi existencia. Fui uno de esos niños que, haciendo oídos sordos a las advertencias maternas, salían a jugar en plena canícula, cuando los rayos del sol caían sobre las calles como lanzas encendidas. Y aquí continúo, dispuesto a seguir empapado en sudores todo lo que haga falta, despreciando incluso la generosidad del frescor apócrifo de los aires acondicionados.
En mi memoria conservo grabado a fuego (o más bien debería decir con nitrógeno líquido) aquellos seis meses en el Ferral del Bernesga, en plena montaña leonesa, en lucha diaria contra un aire gélido que hacía que el caqui militar se pegara a tu piel con el insaciable afán de absorberte hasta tu última gota del calor. Las experiencias alucinantes para el muchacho sureño de encontrarse de madrugada con tu propio vaho cristalizado sobre el borde de la sábana, o de tener que guardar las cervezas en el frigorífico como única forma de evitar que estallaran por congelación. No, ya digo, yo necesito palpar a diario la energía del astro rey, recibir la caricia de su luz, alimentarme de su calor reactivo nuclear aún a riesgo de tostarme.
Por eso siempre me han gustado tanto los veranos. Disfruto en ese amplio territorio temporal donde el frío es considerado un intruso, por más que los habitantes de estos extremos peninsulares castigados por las fuerzas contrarias de ponientes y levantes, nos echemos al hombro la rebequita, porque ya se sabe cómo, sobre todo el primero, se las gasta. Pero este verano ya moribundo, no. Ha sido, como suele decirse, un verano atípico, sembrado de los lamentos de los comerciantes del ramo por las escasas ventas de ventiladores. Yo he pasado frío. Mucho frío. He pasado tanto frío este verano que incluso me he llegado a resfriar en pleno mes de julio. Puedo asegurar que, en términos relativos, he pasado más frío este verano que en cualquier invierno . Porque en invierno te abrigas sin complejos, pero en verano tienes la obligación estética de lucir chanclas. Y las chanclas, si no quieres dar la mala imagen del guiri hortera, no se deben llevar con calcetines.
Así que, aterido casi todo el día y víctima de los virus de fuera de temporada, incluso a punto he estado de inscribirme en la línea de pensamiento negacionista de Trump y su tropa planetaria de políticos y científicos apesebrados que se oponen a la teoría del calentamiento global de nuestra atmósfera. Si no lo he hecho es porque he visto imágenes de hielos derretidos y glaciares en retroceso en las latitudes antárticas. Pero este verano, ganas, lo que dicen ganas, no me han faltado.