Francisco Apaolaza
Neveras vacías
Atravesamos el invierno como descubridores en los reinos nuevos de la incertidumbre y el infortunio
A la capital de esa cosa cambemba que se llama España, acuerdo de gobierno con rotondas, ha llegado Miquel, oh, Iceta, qué globos sonda veremos volar en el cielo de Madrid, azul tristeza, vacío y cogobernanza. Atravesamos el invierno como descubridores en los reinos nuevos ... de la incertidumbre y el infortunio. Hasta el estanque del Retiro, Caribe de poetas, novilleros cursis y carteristas, ha tomado un aire oscuro y grave como de maremoto en los Cuarenta Rugientes. Mar arbolada en el parking del Zendal.
La primavera brilla de pronto en un sol muerto como de frío eléctrico de la lámpara de neverilla vacía de la de Pfizer. Van al psiquiatra los psiquiatras. Hacen su agosto los vendedores de palas, los relojeros del fin del mundo y en general, los fatigas. Esa música que se escucha es la conga de la nación de naciones que va por la cuneta de la M40 con pachanga de quitanieves y de perreo de arrime de cuando se podía arrimar. Hay un eco de fiestuki de altavoz de la tinaja de la piscina de Galapagar, de 20 grados en la capital; ya han entrado en celo los primeros chamarices de los árboles del parque y ya estoy yo en la playa. No sé qué hacemos que no bailamos más como Iceta, monje rosado y simpaticote del ya veremos lo de la independencia catalana con el 65% de los votos, el cien por cien de los indultos, la Españita «del acuerdo» –del acuerdo de presupuestos, naturalmente– y, en general, de lo que haga falta.
Madrid, rompeolas de la desjudicialización, la reducción de penas por sedición y los indultos, que son la rave de Vinyars de la aritmética parlamentaria. Está bien hacer concesiones para salvar un país; se llama generosidad. Si se hacen para salvar la vida política, se llama de otra manera. A las once menos diez de la noche en la rotonda de la desesperación derrapan los coches de los reventas de los toros y de los académicos de la Lengua y dice la radio en Cataluña pretendían dar mítines. Querían que se pudiera saltar uno el confinamiento para acudir a los actos electorales a aplaudir al candidato, a menear la banderita y, por qué no, a velar el cadáver del abuelo.
Digo que a la hora del Ángelus entre rascacielos, justo en el momento en el que ríen las chiquillas en los semáforos de Madrid como aves ruidosas de una selva equivocada, llegó Iceta con la maletilla del federalismo asimétrico y el portatrajes de cogerle la sisa a mi Españita. Entonces, un aire tan tibio casi de Moguer acariciaba las esquinas de la estación Atocha como los críos cuando pasaban la mano por el lomo del burro Platero con la ternura del verano, que yo lo vi. Ahí en ese momento supimos que no quedaban vacunas, que la de Oxford nos había puesto los tubos y que China había implantado una PCR de Covid que toma la muestra por vía anal –ay–, y que dicen que es muy precisa. Los ciudadanos parecemos conformes, pero la procesión va por dentro.