Francisco Apaolaza
«Macarena, aita, Lur»
Los padres somos gentes dedicadas a componer escenas definitivas para la memoria de nuestros hijos
Va uno por Madrid como si fuera Davy Crockett, ‘Rey de la frontera salvaje’. Un descendiente de Davy Crockett corrió el encierro de Pamplona, que es la última frontera y veremos en qué termina ahora que en urgencias te piden cuentas de cómo has entrado ... en coma. Recuerdo cuando nos jugábamos la vida en broma. Dudo de si llegará el momento en el que podamos acercarnos a la muerte porque sí o si nos quedaremos en esta cosa de ser Dinamarca con Jorgejá, siesta, populismo, 38.869 contagiados al día y con un ministro de Sanidad de candidato a las autonómicas catalanas.
Ayer salí a la gasolinera con mi hija de ocho años. Le enseño a andar por la nieve y le cuento la historia de aquel día en que se nos echó la noche encima en un bosque de Suecia a cuarenta bajo cero y casi se nos olvida sobrevivir. Le anuncio dónde hay hielo y ella grita «¡Visto!» Al perro le duelen las almohadillas, y aquí y allá va marcando las paredes de nieve con señales de orina de un naranja vivísimo. Seguimos las huellas de otros que han dejado su marca de pies, trineos y esquíes. Ya nadie esquía en la ciudad. No queda rastro del ocio. Han pasado cuatro días desde la gran nevada y la niña en ocasiones camina sostenida por la capa congelada y otras veces en un crujido se hunde hasta la rodilla. En los caminos donde se han atrevido a pasar los pocos coches, la nieve se ha apelmazado en un hielo azul espectral, casi un hielo de mar oscuro y de ahogado.
En el cielo en cambio brilla un sol limpio y amarillo, casi un sol de Garmisch en el día del concurso de saltos de Año Nuevo que veíamos con mi padre vestido con una bata de cuadros marrones. Mi padre me enseñó a pescar, a bucear, a trepar por las peñas, a andar por el monte y a correr el encierro. A andar en bici y a poner enchufes, no pudo enseñarme porque él no sabía.
En un descanso, con la punta del bastón de esquí de los años 80 que hemos sacado del trastero, escribimos en la nieve «Macarena, aita, Lur». Lur es como se llama nuestro perro. Con mi aita arañamos nuestros nombres en un árbol hace muchos años, tantos que no recuerdo qué árbol es. Los padres somos gentes dedicadas a componer escenas definitivas para la memoria de nuestros hijos. Quizás se acuerde en un futuro del día en que, de camino a la gasolinera de la salida de la M11 de Valdebebas en Madrid, la ciudad donde vivían cubierta por la nevada del siglo, su padre le recitó los ‘Cantares’ de Machado, y que cuando decía lo de «ese lugar donde hoy los bosques se visten de espino», se le mojaron los ojos. Que después anduvo un rato explicándole que cuando parezca que en la vida no hay por dónde seguir, hay que tirar p’alante y abrir uno el camino. Pero probablemente le recuerde levantándose de la siesta con la mala uva o pidiéndoles a gritos a ella y a su hermana que no hagan tanto ruido mientras hace la columna, que es lo que sucede mientras se escriben estas líneas.
«Nunca hemos estado en esta parada», dice ella en una parada del bus. En realidad no hemos estado ni en esa ni en ninguna, pues en Madrid no cogemos el autobús. Poco después llegamos a la gasolinera. No había pan. Tal vez lo que buscábamos no era pan.