Francisco Apaolaza
Dice Simón
La pandemia era un momento tan perfecto para creer en la ciencia como el Jueves Santo en Sevilla lo es para creer en Jesucristo

La pandemia era un momento tan perfecto para creer en la ciencia como el Jueves Santo en Sevilla lo es para creer en Jesucristo. Así, queriendo creer, España convirtió a Fernando Simón en santo súbito. Menos mal que teníamos a Fernando Simón, decíamos. ... Después, el descreimiento fue tomando todo el espacio de la desconfianza. De una parte, comprendimos que Simón era el director de un centro de alertas sanitarias que no había sido capaz de advertir la mayor alerta sanitaria. A principios de marzo, uno se sentaba delante de la televisión con cierta fe científica e indefectiblemente, un tiempo después se decepcionaba. En esto se habían equivocado –lástima– y después se habían equivocado en lo otro. Recuerdo el día en el que la OMS declaró la emergencia sanitaria internacional y España respiró aliviada. Al término de la rueda de prensa, me acerqué a un ordenador a buscar en los protocolos de la organización lo que conllevaba la decisión y no encontré más que una matrioska de comisiones de expertos que envolvían subcomisiones y grupos más pequeños de los que emanarían recomendaciones que en ningún caso serían vinculantes. Eso, y mecanismos para pedir dinero. Esa parte estaba más clara.
Veníamos del estado del bienestar y de pronto nos vimos en este estado de recomendación científica, un juego de cuerdas movidas no se sabe muy bien por quién en el que se columpian nuestro gobierno y otros. Pensamos en un primero momento que al fin mandaban los que sabían, pero en un proceso de desagradable decepción, las cosas que nos iban diciendo los científicos iban decayendo un tiempo después en diferentes trayectorias, más largas en unos casos, fugaces en otras. Si un día se nos advertía que dejar los zapatos fuera de casa suponía una exageración, al tiempo lo recomendaban. Si los test no tenían sentido en asintomáticos, a las semanas se sabía que los asintomáticos eran los que propagaban la enfermedad. Si de pronto nos decían que el virus no se transmitía por el aire porque «no estaba por ahí volando», seguidamente aprendíamos que vivía minutos suspendido en el aire y que un estornudo lo hacía viajar a ocho metros. Todas las herramientas que se desechaban por generar una falsa sensación de confianza en el ciudadano –los test, las mascarillas– terminaban siendo de urgente necesidad. Se ha ido desechando todo lo que al cabo del tiempo se ha demostrado como necesario.
Esta cosa, por ejemplo, de que la mascarilla no sirve de nada y que lo que importa es mantener la distancia se traduce en que ni se respeta la distancia, ni se lleva la mascarilla. No todas las mascarillas sirven para protegerse uno, pero todas sirven para proteger a los demás en mayor o menor medida, aunque estén zurcidas con cable oxidado y la tela de unos calzoncillos viejos. Ahora dice Simón que va a ser difícil obligar a la población a que se las ponga porque puede producir ansiedad a esos mismos ciudadanos a los que encerraron durante dos meses en un piso de 60 metros cuadrados con tres niños a aplaudir en el balcón y a ver en el informativo cómo perdían el trabajo. Los expertos científicos del Gobierno, decía, se han convertido en esa cosa que te convence de que para parar el virus hay que confinar a 40 millones de personas hasta los límites de la locura, parar una nación entera, dejar a los niños sin colegio y crear la mayor ola de miseria que se recuerda, pero que si te molesta la mascarilla, no te la pongas.