Francisco Apaolaza - OPINIÓN
El fontanero de la porno
Todo es espectáculo, aunque el espectáculo resulte, por momentos, entretenido
En los 90, una tele le preguntó a una ciudadana a quién iba a votar y respondió que «al del bigote». En esto, hemos avanzado mucho, porque ya sabemos que Pedro Sánchez juega a Baloncesto y que Mariano Rajoy toca con la bola el marco del futbolín de Bertín Osborne antes de sacar. Hay quien votará el 20D a ese que casca con gracia la pelota –‘ploc’- como un huevo de la Felisa, que criaba en Equiza unas yemas más naranjas que el logo de Ciudadanos.
Todo es espectáculo, aunque el espectáculo resulte, por momentos, entretenido. España es un pueblo generoso, porque podríamos cobrar entrada y no lo hacemos. Las notas al margen de todo este colapso galáctico son deliciosas. A Pedro Sánchez, que siendo tan alto le crecen los enanos, el minúsculo Pablo Motos casi le hace llorar en una entrevista inspirada en el guion de ‘Saw III’ y cuando va a casa de Bertín Osborne, la gente termina pidiendo que se presente el cantante jerezano.
Albert Rivera se mueve nervioso como los niños repipis que se saben la lección y quieren que les pregunten y Rajoy se sube a un banco a dar un mitin sin duda como metáfora de su control sobre el poder financiero. La vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, a la que algo pone muy contenta últimamente, reina desde lo alto de una acacia, como una pequeña y poderosa gueparda en la cima de la cadena trófica de este Serengueti.
Pero la mujer barbuda del circo de la política es Pablo Iglesias, con su boli en la mano y sus dedillos pálidos de hechicero malvado. El candidato, que menea el pelo como la cola del ave del Paraíso, escenifica un choque de trenes ante el que unos esperan un milagro, otros la salvación de la esperanza, y la mayoría cierra los ojos y se encomienda. Ahí andaba en el debate de Atresmedia, asombrando con esa configuración corporal de pajarillo invertido, de piernas enormes y torso chiquitito, con los vaqueros anchos y los zapatos gastados, con esos zapatos que se ven en el metro hartos de tanto andar. No me lo imagino bailando agarrado y de él tengo que imaginármelo todo, porque nunca accedió a una entrevista. Lo sitúo entre Gargamel el malo de Los Pitufos y la Mona Lisa. Pablo Iglesias, que dice está agotado de tanto ser la luminaria proletaria de esta España nuestra, sonríe, y hace gestos de saber algo que el resto ignora, de guardar un secreto que debe ser evidente para todos pero que nadie conoce con certeza. Este pequeño salvaje, perdido en la selva de su generación y amamantado por un estereotipo, es muy listo. Todo ocurrió porque no estaba él en el poder. Por eso, cuando arquea las cejas y enseña la dentadura procaz como si fuera un guapo, cada uno se imagina una cosa distinta. Iglesias, cuya boca despide saliva y enigmas, se acerca mucho cuando habla como si fuera a besar a su interlocutor o a darle un cabezazo. Su éxito es justamente la incógnita que alimenta sonriendo como el fontanero de las pelis porno, al que recordarán cuando venía arreglar el fregadero pero en realidad ya tú sabes, mirando con intención sin ser de voto.