Fingimientos
La evolución trabajó durante millones de años sobre este barro del engaño mutuo
Quizás todo comenzara cuando la mona bajada del árbol adquirió la capacidad de ocultar el estro. Quizás empezara ahí una relación basada en el fingimiento. La de la hembra que, para asegurarse un socio con el que sacar la prole adelante, fingía estar dispuesta a ... la relación sexual de modo permanente. La del macho que, por la cosa aquella de la posesividad, fingía creer que disponía de una compañera con la que satisfacer a cada momento su perentoria necesidad de desahogo. La evolución trabajó durante millones de años sobre este barro del engaño mutuo hasta que consiguió dar forma a esto que hoy en día tenemos por pareja estable.
En cualquier manual de biología evolutiva pueden encontrarse bien desarrolladas teorías como esta. Una vez que los nietos de Lucy fuimos adquiriendo la suficiente inteligencia para construir sociedades complejas, desarrollamos durante cientos de miles de años un modelo familiar que, con ciertas variantes, estuvo basado en esa necesidad de juntar al hombre con la mujer para asegurar la descendencia. El fingimiento inicial del deseo y su satisfacción encontraron sólido apoyo en rígidas estructuras sociales que garantizaban la propiedad en exclusiva de la esposa y dejaban resquicios de libertad a los maridos para que exploraran otros territorios. El modelo de familia monógama, mal que bien, logró mantenerse sobre los mismos cimientos del engaño consentido.
Cuando los hombres civilizados comenzamos a alcanzar ese nivel de desarrollo que nos permite hoy en día arrasar el planeta, los viejos contratos matrimoniales de las sociedades guerreras quedaron obsoletos. El hombre racional, creador del pensamiento científico, necesitó cimentar la relación de pareja sobre bases más sólidas. Recurrió a una nueva ficción: el matrimonio por amor. La raíz puramente biológica alimentó finalmente lo que durante aquellos tiempos optimistas del progreso ilimitado se tuvo por perfección del vínculo. El amor romántico entre un hombre y una mujer se consideró como uno de los logros más acabados de la naturaleza humana, cuando en realidad no pasaba de explotar el éxito de una moda instaurada por pensadores y novelistas.
Hoy en día, habitantes de la aldea global, en la misma medida que ocurre con las continuas catástrofes ecológicas, estamos asistiendo al derrumbe de muchas viejas estructuras. El matrimonio construido sobre el amor ofrece signos inequívocos de estar cayéndose a pedazos. Ese pegamento que parece brotar directamente del corazón, resulta cada vez más ineficaz para mantener unida a la pareja una vez constituida en el acto feliz del ‘sí quiero’. Eso en los que acuden a la iglesia o al juzgado a sellar su compromiso hasta la muerte. Otros se lanzan a la aventura de probar suerte sin ligaduras burocráticas fiados de sus propios sentimientos. El más rotundo fracaso espera a la mayoría. Las separaciones y los divorcios express están a la orden del día.
Vivimos en una sociedad de familias rotas e hijos divididos. Las luchas por quedarse con los restos de naufragio son feroces. Los resentimientos derivados de la propia inconsistencia del amor acarrean trágicas consecuencias. Suicidios y asesinatos marcan el final sangriento de tal simulación. Quizás todo comenzara cuando a la mona que puso sus pies en la tierra le dio por ocultar el estro. A partir de ahí los seres humanos fuimos capaces de ir perfeccionado el modelo, pero nunca logramos despojarlo de su naturaleza fundamentada en la artimaña. Ese modelo ha resultado productivo hasta nuestros días, como demuestran los índices demográficos, pero resulta evidente que habrá que recurrir a nuevas argucias para que lo que una Dios no lo separe el hombre.