HOJA ROJA
¿Por qué es una fiesta?
A mi abuela le encantaba ir a vota

A mi abuela le encantaba ir a votar. La noche anterior a cada una de las elecciones en las que pudo ejercer su derecho hacía siempre lo mismo, preparaba su carné de identidad, la ropa que iba a ponerse, y dormía poco. Mi abuela votaba ... muy temprano y con mucha ceremonia; se metía en la cabina, y como quien no había meditado el voto, ni sabía qué papeleta escoger, tardaba un rato considerable en salir. Luego volvía a casa, tan contenta, y esperaba ansiosa los resultados, haciendo sus cábalas y sus componendas, como la que había participado en un sorteo de lotería. La última vez que votó fue en 1989, dos años antes de morir, y con la cabeza completamente ida. Fui yo la que, entonces, le seleccionó la papeleta y la introdujo en el sobre –de ser delito ya habrá prescrito, por eso lo cuento–, aunque su demencia le dio suficiente tregua como para interrogarme con los ojos muy abiertos «¿habrás cogido la de los míos?» –sí, cogí la de los suyos, la de los buenos que decía ella, así que de ser delito, por cumplir con su voluntad no lo fue tanto– y también le dio la demencia la suficiente lucidez como para preguntar, día tras día, mes tras mes, quién había ganado las elecciones.
A mi abuela le encantaba ir a votar, tal vez porque pudo hacerlo por primera vez cumplidos ya los setenta años. Los comicios de 1933, los primeros en los que las mujeres pudieron votar en este país, la cogieron en plena crianza de niños y totalmente convencida de que la política no era cosa de mujeres. Por eso, aquel referéndum de 1976 fue para ella la gran fiesta de la democracia, y ya no faltó a ninguna cita con las urnas. Mi abuela leía los programas electorales y procuraba estar al tanto de lo que cada uno de los líderes prometía, aunque a veces le otorgaba libre interpretación a los discursos políticos –sus versiones de las conversaciones entre Suárez y el Rey, sobre el futuro del país, eran sencillamente impagables–; de ella heredé el gusto masoquista por los mítines y por la propaganda electoral. Y también le heredé el compromiso civil con la política de nuestro país.
La primera vez que mi madre ejerció su derecho al voto tenía ya más de cuarenta años. Había nacido el mismo año en el que Clara Campoamor consiguió que se aprobara el voto femenino en España, –el año de la República– y sin embargo, no pudo hacerlo hasta cuatro décadas después. Votó en las primeras elecciones generales tras la muerte de Franco, –un voto dirigido, más que aconsejado, por mi padre– y luego depositó su Sí a la Constitución, sin saber casi qué era una Constitución, del mismo modo que votó al primer ayuntamiento democrático de nuestra ciudad y siguió haciéndolo todas y cada una de las veces a las que fue convocada. A ella no le hacía especial ilusión lo de ir a votar y tampoco seguía mucho las campañas electorales, ni siquiera le entusiasmaban los resultados. Pero era consciente de lo que había costado el derecho al voto en este país, y por eso, solo por eso, iba a votar.
Yo no pude votar en el referéndum de la OTAN ni tampoco en las primeras y descafeinadas elecciones al parlamento europeo de junio de 1987, porque no me llegaba la mayoría de edad. Tuve que esperar dos años, hasta la elecciones generales de 1989 –adelantadas por la huelga general de diciembre del año anterior–, las más controvertidas de la historia democrática española y sobre las que pesó siempre la sombra del fraude. No recuerdo lo que voté, pero sí recuerdo que fui con mi abuela y con su misma ilusión. Nunca he dejado de votar, ni siquiera en aquellos comicios de 2004 en los que, esperando a mi tercer hijo, me libré de estar en la mesa electoral, para disgusto de mi suplente.
Mi hija votó por primera vez quince días después de cumplir dieciocho años. Tuvo que hacerlo por correo, después de mucho papeleo, y de ir y venir varias veces a la oficina indicada. No hace ni un año de aquello y ya ha depositado su voto en cuatro ocasiones, autonómicas, generales, municipales y vuelta la burra al trigo. Hoy votará físicamente por vez primera, a pesar del tedio y del cansancio ciudadano, de las cinco horas de autobús que la separan de Cádiz, de los múltiples debates políticos que se ha tragado–herencia de la bisabuela– y, sobre todo, a pesar de la propia indecisión de la juventud.
No hace tanto que las mujeres no podíamos votar. La memoria, de tan histórica que ha querido ponerse, no alcanza a recordar que durante mucho tiempo no tuvimos ni voz ni voto en este país, y que cuando nos dejaron hacerlo, lo hicimos bajo la «atenta mirada» de nuestros padres o de nuestros maridos hasta que aprendimos que el camino de la igualdad iba a ser duro, pero no imposible
Por mi abuela, por mi madre, por hija y por mí iré a votar en estas elecciones generales tan desilusionantes. En este «piedra, papel y tijera» al que se están jugando nuestros políticos el futuro de este país. Ellos no se merecen nuestro esfuerzo, lo tengo tan claro como usted, pero nosotras sí que nos merecemos celebrar este día.
Acuérdese de sus mujeres, de las mujeres de su familia para las que ir a votar era una auténtica fiesta. Quizá así se reconcilie con la situación. Que no es poco.