Felipe Benítez Reyes
El debate vírico
La clase política parece no entender que lo que menos necesita la sociedad es una dosis extra de crispación y de desánimo
Uno no sabe ya si la política va en consonancia con la realidad, si la realidad le marca el ritmo a la política o viceversa, si cada cosa va a su aire o si ambas van de la mano hacia ningún sitio. Ese es el ... enigma, en principio irresoluble. En medio de una pandemia se supone que el problema principal es la pandemia en sí, no las controversias políticas derivadas de la gestión de la pandemia, pero enseguida nos vemos obligados a rectificar esa suposición candorosa: nuestros representantes electos parecen haber decidido que esta calamidad colectiva pase a un segundo plano y se convierta en un entretenido pretexto para la disputa partidista, que de siempre ha sido el mejor modo de solucionar las consecuencias de un desastre, por la misma razón por la que la manera más sensata de combatir un terremoto consiste en ponerte a discutir con tu vecino por los ladridos de su perro mientras el techo se os derrumba.
El ambiente parlamentario está alcanzando un tono agrio de taberna que no sabe nadie a quién beneficia, pues la irrespetuosidad recíproca suele llevar consigo una falta de respeto a uno mismo, y esa falta de respeto propio suele propiciar, a su vez, el que la gente pierda el respeto a quien ni siquiera se toma la molestia de respetarse. Cuando el debate se convierte en una competición de escupitajos retóricos, lo normal es que se produzca una paradoja: que quien gana pierde.
Aislada en una extraña burbuja psicológica, la clase política parece no entender que, en tiempos de crispación y desánimo social, lo que menos necesita una sociedad es una dosis extra de crispación y de desánimo . Si a eso sumamos el que la pandemia se ha convertido en una controvertida guerra de cifras, en vez de plantearse como una campaña sanitaria consensuada, resulta que todo acaba teniendo la condición desconcertante de una batalla imaginaria contra un enemigo real.
¿Qué no han entendido ellos o qué no estamos entendiendo nosotros? Empieza a llegar uno a la conclusión melancólica de que los políticos sirven para lo que sirven, y suelen servir sobre todo para ser políticos, pero que resultan inoperantes cuando deben enfrentarse a la resolución de un problema ajeno a sus patrones rutinarios de gestión. Con esto del virus están luciéndose, desde luego, hasta el punto de que ni siquiera renuncian a las artes propias de los ilusionistas: convertir una enfermedad en un factor ideológico.
Andan ahora en eso, en esa atribución recíproca de culpabilidades, de agravios y de reproches. A este paso, raro será que no acaben convenciéndonos de que el virus tiene el carnet de militante de algún partido político, que siempre será el de los otros. Ellos sabrán, porque nosotros no.