De indultos y destierros
Quizás resulta que todavía no hemos desterrado del todo el sentido común, lo que sugiere que todavía tenemos margen para evitar el descalabro
Se acaba de cumplir un año del fin de las fases de desescalada del Plan de Transición hacia una Nueva Normalidad que decretara el Gobierno allá por abril de 2020. Una normalidad que, a lo largo de todo el tiempo pasado desde entonces, se ha ... mostrado de todo menos, precisamente, normal. Tras la desescalada venía el tiempo de la llamada cogobernanza que, en gran medida, significó algo así como “sálvese el que pueda”. Ahora, con el recién estrenado verano, damos un paso más para recuperar nuestras costumbres, nuestra vida de siempre, incluyendo nuestras habituales contradicciones e incoherencias, y no es que estas últimas hayan destacado por su ausencia durante todo ese tiempo. También a centralizarnos, que no necesariamente significa que nos centremos.
La inauguración del nuevo período estival ha venido señalada por el indulto a los presos condenados por sedición y por el destierro de las mascarillas. En el primero de los casos, las posiciones autonómicas independentistas han hecho valer su más que demostrada fortaleza, y el gobierno ha justificado el indulto a los protagonistas del referéndum ilegal en aras de la convivencia y la concordia y con el argumento de ser una medida de utilidad pública. En el segundo de los casos, las Comunidades Autónomas, salvo recomendar lo que les parezca, tienen poco que decir ya que el destierro de las mascarillas es también de competencia gubernamental y, en este caso, el argumento de proteger la salud pública no parece que sea un factor que merezca mayor atención; debe ser porque quizá para algunos no se considere como de “utilidad”.
Así que mientras en Waterloo, Carles Puigdemont recibía, en las escalinatas de la llamada “Casa de la República” cual presidente en el exilio, a los indultados Jordi Turull, Josep Rull, Joaquim Form y Jordi Sánchez, nosotros por aquí lanzábamos las mascarillas al aire como muestra de la libertad recién recobrada. Ya no es obligatorio llevar ese trozo de tela que, al parecer, nos impedía ejercerla. Y, para celebrarlo, se han multiplicado las explosiones de júbilo en forma de botellones y fiestas multitudinarias como muestras de esa recién recobrada libertad. Al fin y al cabo, cada uno interpreta, y con el margen o amplitud que considere, el significado de libertad. Seguro que el coronavirus asistía estupefacto, y frotándose las espigas, ante esa muestra de contento libertario. Para animar el asunto, no faltan los comunicadores que declaran a los vacunados como “inmunes”, revolucionando todos los conceptos científicos que se tenían hasta ahora, como si el disponer de esta magnífica herramienta protectora elimine cualquier riesgo o la imposibilidad de transmitir. Afortunadamente, y tal como dice el refrán “más sabe el diablo por viejo que por diablo”, no son pocas las personas, vacunadas o no, que han optado por seguir con su quirúrgica o su FFP2 en la cara, no en el bolsillo, sin que su libertad de expresión, por muy tapada que lleve la boca, se vea afectada; quizá sea también porque, como ocurrió con las indicaciones del Ministerio de Sanidad con la segunda de las dosis de una de las vacunas, resulta que todavía no hemos desterrado del todo el sentido común, lo que sugiere que todavía tenemos margen para evitar el descalabro.