Felicidad Rodríguez
Europa
Me cuenta mi admirado Catedrático de Historia, Sánchez Saus, que el siglo XVII fue uno de los más terribles, violentos y sangrientos de los últimos 2.000 años
Me cuenta mi admirado Catedrático de Historia, el profesor Sánchez Saus, que el siglo XVII fue uno de los periodos más terribles, violentos y sangrientos de los transcurridos durante los últimos 2.000 años. Ya tuvo que serlo si superó en tragedias a lo que uno imagina que tuvieron que ser los oscuros siglos de la Edad Media. No obstante, quizá porque la tenemos mucho más cercana, es la primera mitad del siglo XX la que realmente nos pone los pelos de punta. Cuesta trabajo creer todo lo que sucedió en la ‘civilizada’ Europa durante esos años no tan alejados de nosotros en el tiempo. No se si el hombre está irremediablemente condenado a repetir sus errores, pero algo tendríamos que haber aprendido. Tras la espantosa última guerra mundial algunas mentes preclaras se empeñaron en que aquella barbaridad no debía volver a producirse. Personas como Jean Monet, Konrad Adenauer, Alcide de Gasperi o Robert Schumann, los Padres de la UE, se pusieron a ello creando los cimientos de lo que ha sido el período más largo de paz y prosperidad que ha conocido nuestro viejo continente. Y lo hicieron desde la perspectiva del humanismo cristiano, el mismo que, en palabras de Schumann, debía darle un alma a Europa. Sin embargo, con el paso del tiempo, parece que todo lo conseguido corre el riesgo de resquebrajarse. Parece que, de manera insidiosa y sin que apenas nos diésemos cuenta, los extremismos, el repliegue sobre uno mismo, los oídos sordos a las necesidades del común de los mortales han ido instalándose poco a poco entre nosotros.
Hemos asistido al Brexit, al riesgo de la salida de Francia y a otras muchas señales que, con frecuencia, nos pasan desapercibidas. El ejemplo de las contiendas del pasado siglo nos enseña que no hay que esforzarse mucho para encender una mecha de consecuencias devastadoras. Quizá todo empezó a degenerar con la relajación, con el individualismo galopante disfrazado de un falso progresismo, con el divorcio entre dos elementos que no se entienden el uno sin el otro, los derechos y los deberes. Quizás, un primer síntoma de ello fue la eliminación, en la que debería haber sido la Constitución Europea, de cualquier referencia a las raíces cristianas de Europa, esas mismas que animaron a Schumann, Adenauer o Gaspieri; y ello debido, posiblemente, a la instalación de un acomplejado sistema incapaz de reconocer el humanismo como el carácter más genuinamente europeo. Decía el cardenal Parolin que es imprescindible devolver el corazón y el alma a Europa, y el Papa Francisco, dirigiéndose a los eurodiputados, recordó que ha llegado la hora de volver a construir esa Europa que gire en torno a la sacralidad del ser humano, «una Europa transmisora de ciencia, arte, música, valores humanos y también de fe. Una Europa como punto de referencia para toda la humanidad». Una Europa capaz, también, de salvarse a si misma. La próxima semana la AcdP celebra en Cádiz las Jornadas Católicos y Vida Pública, centradas en la cultura cristiana desde la perspectiva de la literatura, el cine y el arte contemporáneo en general. Un buen momento para abordar y, ¿por que no?, discutir todo lo anterior. Como decía Chesterton: «La iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero, no la cabeza».