Yolanda Vallejo - HOJA ROJA
Eterno carnaval
Tenemos una tendencia natural a mitificar el pasado como si no existiera el mañana, ni supiésemos qué hacer con el hoy que tenemos entre manos
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Tenemos una tendencia natural a mitificar el pasado como si no existiera el mañana, ni supiésemos qué hacer con el hoy que tenemos entre manos. Todo es mejor si ya pasó alguna vez, incluso si pasó en nuestra imaginación. Las mejores croquetas son las de ... la abuela, sin duda, aunque la abuela no se hubiese metido en la cocina en toda su vida; los mejores juegos, los de nuestra arcadia infantil, aunque a escondidas reconozca usted que nunca supo jugar al contra y el mangüiti le sigue sonando a comida japonesa chunga. Los mejores viajes los que hacíamos antes –por supuesto, en un seiscientos–, el mejor pan, el de antes, la mejor música, la de antaño, las películas mejores las que se reponen en el cine de su memoria… y así con todo. Hasta los veranos eran más largos, confiéselo, casi eternos, como si superpusiéramos un verano a otro, como en una sesión continua. Y todo es por un extraño mecanismo amplificador que funciona por acumulación de imágenes en nuestro cerebro, hilvanando de una sola puntada las costuras de nuestros recuerdos.
También ocurre con el carnaval. Haga la prueba, pregunte en su entorno, y todo el mundo le contará un carnaval de noches de coplas a la luz de la luna, de risas y amores de casapuerta, de ingeniosos disfraces, de letras grabadas con los nudillos en un mostrador, de vino bueno siempre al final, –como en las bodas de Caná–, de amigos para siempre, means you’ll always be my friend, y de amaneceres en la Caleta al ritmo del tres por cuatro. Pero es mentira. Usted y yo lo sabemos. No es la realidad la que habla, sino el deseo. Porque, puestos a decir la verdad ¿Cuántas veces ocurrió eso, una, dos, tres como mucho? ¿Cuántas veces acabó un sábado de Carnaval con una resaca horrorosa y jurando en arameo que nunca más volvería a pasar por ahí? ¿Cuánto tiempo pasó esperando al rezagado del grupo? ¿Cuántas noches estropeadas por desencuentros? ¿Cuánto vino peleón golpeando la cabeza? ¿Cuántas peleas, cuántas bullas, cuántos empujones para llegar a ninguna parte? Y por seguir con este ataque de sinceridad ¿Cuánto tiempo hace que no sale usted un sábado de Carnaval?
Hace mucho que los gaditanos cedimos y entregamos el día más grande de nuestra fiesta, refugiándonos en una pequeña aldea gala mientras nos invadían los bárbaros. Como en todas las fiestas, por cierto, que ni en eso tenemos la exclusiva. La globalización funciona así. Da lo mismo que sean las Fallas, los Sanfermines o el Carnaval, o las Fiestas del Pilar; el resultado es el mismo, ellos llegan, invaden, beben, gritan, destrozan, se reproducen y –no, no mueren, no sea mal pensado– abandonan la ciudad con los últimos rayos del sol del día siguiente.
Hace mucho que los gaditanos esperamos pacientemente no al domingo, sino al lunes festivo y a los días siguientes para poder disfrutar de la legítima herencia que nos corresponde. Y por eso nos conformamos con conjurar el pasado y refugiarnos en la memoria mientras otros recorren y pisotean nuestras calles. Aquellos carnavales sí que eran carnavales, decimos, y dejamos que la memoria selectiva haga su trabajo.
Pero ya que andamos de confesiones, le diré una cosa. El carnaval de la calle está sobrevalorado, o mejor dicho, está sobredimensionado, y usted lo sabe. El carnaval de la calle, al que todos invocan, solo existe en el imaginario colectivo, y quizá sea por eso por lo que le rendimos culto y le profesamos devoción. Y quizá sea por eso por lo que gana cada vez más fieles, y más conversos, porque nadie lo ha visto pero todos creen en él. Hemos vendido un carnaval que se cimienta en una idea, en una imagen que no se corresponde con la realidad.
Porque esas riadas de visitantes ávidos de carnaval –y ahora no hablo de los que van a la carpa o hacen botellón, sino de la legión de autobuses que desembarca el sábado a primera hora- no saben que, ni los gaditanos estamos todo el día cantando el vaporcito, ni vamos disfrazados a la compra, ni nos saludamos al grito de «¡Buenos días, tú!» –alguno sí que hay, pero no es lo habitual–, ni nos despedimos diciendo «qué bonito, qué bonito…», ni nacimos con un vaso colgando del cuello. Y es lo que vienen buscando, y usted lo sabe porque también le han preguntado mil veces aquello de «¿Dónde está el carnaval?» «¿Dónde cantan los de la tele?»
Afortunadamente, el carnaval sigue intacto en nuestra memoria y lo conservamos como un santo grial, escondido, protegido, trasmitido de padres a hijos, como un secreto, venerado y perfumado por los que aún nos resistimos a entregarlo del todo. Sabemos que en cualquier momento puede producirse el milagro, hacerse carne, y habitar entre nosotros. Y cuando eso ocurre, es cuando da igual todo lo demás. Es cuando los de aquí reconocemos que no hay ni pasado, ni futuro, y que la eternidad dura lo que dura un pasodoble, lo que dura un beso, lo que dura un vaso.
Es entonces cuando se multiplican los panes y los peces y nos sacian hasta no poder más; es entonces cuando la luna se queda fija en el horizonte y alumbra una noche eterna; es entonces cuando empieza el carnaval.
Así que aprovéchelo, ahora que todavía puede.