Esteban Goti
A favor del rey
Juan Carlos I ha cumplido de forma exquisita todo lo que constitucionalmente se esperaba de él, y contrbuyó a construir una España auténticamente libre
Guardar silencio es una opción; manifestar lo que se cree verdad, también. Así, escogiendo esta última alternativa, entiendo que es imprescindible que el país recuerde quién ha sido Juan Carlos I . Paulatinamente, como quien va llenando una playa con pequeñas partículas de mentira, ... se ha introducido en España una visión distorsionada e interesada sobre nuestra Monarquía y Democracia. La Corona española sorteó las más difíciles circunstancias, para servir al propósito de hacer posible un sistema constitucional y parlamentario. En ese contexto, Juan Carlos de Borbón llegó por primera vez a España a la edad de diez años, en noviembre de 1948. Probablemente no sabía muy bien el motivo, y no tuvo más remedio que aceptarlo. Atrás dejaba a su familia, y, unos pocos hombres en blanco y negro, le esperaban para darle una educación ‘apropiada’. Quien fuese después Juan Carlos I, viajó abundantemente entre Estoril (residencia de su padre en el exilio) y Madrid, donde esperaba Franco para recibir y dar detalles. Un eficaz modo de tortura.
El papel de aquel niño, nacido en tierra extraña, fue ése; ir de aquí para allá, dando cuenta de lo que escuchaba, aprendía y veía. El hecho de que en 1947 se aprobase la Ley de Sucesión a título de Rey, no le dejaba margen de maniobra. Su padre, el Conde de Barcelona, buscaba una España monárquica de signo democrático, y, Franco, por su parte, tenía claro que diseñaría otro tipo de Monarquía. He aquí el terreno de juego en el que Juan Carlos tuvo que moverse. En julio de 1969, Juan Carlos de Borbón era nombrado sucesor del dictador, con título real. Fue el momento de mayor tensión entre el joven Príncipe y su padre, Don Juan. La Monarquía del Conde de Barcelona tenía una oportunidad, pero no se realizaría bajo su persona. Juan Carlos lo sabía, y el Rey exiliado empezó a aceptarlo. Hasta aquel momento todo le había sido dirigido a Juan Carlos, y, sin embargo, desde el instante en que la Corona le aguardaba de forma casi segura, tuvo cierta capacidad de proyectar el futuro por sí mismo.
Dos días después de la muerte de Franco, el 22 de noviembre de 1975, el Príncipe de España se convirtió en el Rey Juan Carlos I. Tenía en sus manos los poderes del dictador, y los empleó en superar el régimen que aquél consiguió instaurar, como consecuencia de su victoria en la guerra incivil. La dictadura de Franco se asentó en el triunfo bélico; la Monarquía de Juan Carlos I lo hizo sobre la consolidación de la democracia. Todo el itinerario político español, entre 1975 y 1978, contó con la decisión de Juan Carlos I, en aras de acabar con el régimen del 18 de julio. Junto al Rey, una generación de políticos, más o menos jóvenes, provenientes del sistema y de la oposición, hicieron el camino hacia la democracia actual, poniendo voluntad y, en algunos casos, sus propios bienes. La vida democrática española, desde entonces, ha contado con los numerosos servicios de Juan Carlos I: la defensa de la Constitución, la concordia entre dirigentes políticos de la España exiliada y la del interior, el entendimiento con la gran mayoría de políticos de nuestra historia política más reciente, la unidad de un país que hace todo lo posible por perjudicarse a sí mismo, la mejor representación internacional que trajo la consecución de contratos para empresas españolas en obras de gran envergadura, estar en su sitio durante el periodo de mayor y mejor transformación política, económica y social que hayamos tenido. También fue un servicio su abdicación. Su marcha aún no cuenta con suficientes elementos de juicio.
Todo lo que constitucionalmente se esperaba de él lo ha cumplido de forma exquisita; todo lo que pudo hacer de más, y para bien, e igual modo. Quien pueda y quiera testimoniar lo contrario, ha tenido, tiene y tendrá libertad para hacerlo. Esa España auténticamente libre es la que Juan Carlos I contribuyó a construir. Otros, que no han hecho sino tensionar la vida política, o ejercer la violencia, no podrán decir de sí mismos nada parecido. Desconozco el alcance verdadero de las acusaciones difundidas contra su persona, pero en lo referente a sus deberes y responsabilidades no hace falta esperar a constatar nada. Las presuntas irregularidades de Juan Carlos I no invalidarían nunca su impecable entrega a la democracia española.
Únicamente me resta llamar la atención sobre algo que es tremendamente peligroso: la presión subrepticia y el chantaje sobre las instituciones y las personas que las dirigen, la presunción de culpabilidad alimentada con el desconocimiento general de la población, así como la imposibilidad de llevar a cabo el derecho a dar explicaciones de forma civilizada. Estos males son los que han precipitado, seguramente, el adiós de Juan Carlos I. Ahora bien, estas calamidades tienen una dimensión mayor; el intento de deslegitimación de nuestra democracia y el proceso transitivo que la hizo nacer. Tiene gracia que apoyen esta deriva negativa aquéllos que abogan por mantener dictaduras extranjeras, o, al menos, estarían dispuestos a que el tránsito hacia una democracia en aquellos lugares, fuese pacífico y sin convulsiones internas. Lo mismo que se buscó en España en la Transición, para no perpetuar a la sociedad en una dictadura acomodaticia, o no hundirla en un nuevo enfrentamiento. Cosas de la vida.