Política y verdad
El riesgo de que la democracia se transforme en demagogia, al estilo ateniense o al modo más contemporáneo, no ha desaparecido
Suelo recordar habitualmente dos ideas clave que proceden del pensamiento de Gregorio Marañón: la justificación del fin en virtud de los medios empleados y la prevalencia de la bondad sobre la inteligencia. Constituyen una solvente guía para la vida política virtuosa.
Quiero enlazar esto con ... la historia de la antigua Atenas, ya que muestra que su democracia derivó en demagogia, pues la mentira acampó en ella, tal y como señaló Enrique Krauze en un magnífico artículo que publicó El País en 2017. La mentira puede introducirse sibilinamente. Una de sus manifestaciones es el espurio intento de que el enfoque con que tratamos diversos temas de la vida pública mueva el núcleo auténtico de esos problemas, sustituyéndolo por otro, elegido a la carta. De aquí que el lenguaje en política no sea una cuestión trivial. Por esto mismo, la inducción persuasiva a emplear una determinada semántica no es inocente. La palabra es el vestido del mensaje que se quiere lanzar.
Querer abrir o postergar un debate es una decisión significativa, y puede responder a diversas razones. Las peores son aquéllas que indican que conviene o no mencionar un asunto, porque puede facilitarnos o complicarnos la existencia. La perjudicada siempre será la verdad de las cosas de la vida diaria. Bien podríamos preguntarnos cómo son nuestras democracias, para que la verdad tenga tantos problemas a la hora de presentarse en sociedad. Pues miren, quisiera apuntar, como mínimo, a un elemento que me parece evidente: son los intereses de los partidos políticos, y los grupos que en ellos buscan apoyarse, los que hacen tropezar la autenticidad de las ideas y los discursos. En consecuencia, el riesgo de que la democracia se transforme en demagogia, al estilo ateniense o al modo más contemporáneo, no ha desaparecido. Quienes tenemos militancia en uno u otro partido debemos ser exquisitos en la prevención de que nuestras formaciones, y sus miserias, lleguen a saturar el sistema democrático.
He mencionado que el enfoque espurio de los debates públicos es una de las herramientas de la mentira, precisamente por relegar o desvanecer la idea central que debería presidir la discusión. Ayudan a esta meta las palabras y argumentos retorcidos, los silencios calculados. Son colaboradores los conceptos artificiales que machaconamente ansían el monopolio de la mentalidad colectiva. Crecen los tabúes, la restricción del derecho a reflexionar, la oportunidad de criticar y corregir lo que se juzga erróneo, muere la creatividad y aminoran las potencias de quienes quieren tomar parte en la res pública.
Sin embargo, quienes engrosamos los partidos políticos reparamos pocas veces en que esta infeliz situación propicia la pérdida de contacto con la realidad, los cual nos aleja de ser representantes eficientes de los ciudadanos. Esto importará a quien le importe, claro está. Lamentablemente, no suele ponerse de relieve la hondura que tienen los aconteceres de los hombres y mujeres que formamos la comunidad política, sino que los partidos, y nuestros aliados, maquillamos la verdad de las cosas o de nuestras intenciones, hasta dejarlas al gusto propio o al del «consumidor». Los ciudadanos de a pie, como suele decirse, tenemos también los nuestro, no vayan a creer que no.
Y es que la hipocresía suele rematar la jugada, cuando exigimos que los políticos- esos seres que parecen no tener nada que ver con nosotros- nos digan la verdad. Al mismo tiempo, o casi, aplaudimos que nuestro medio de comunicación preferido acorrale al que ha tenido la osadía de expresar lo que piensa. Aprovechando la ola, o viéndola venir, los partidos solemos ponerle las esposas a ese pobre infeliz.
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