Esteban Goti Bueno
A favor de España y su democracia
La democracia tiene una causalidad y una finalidad. No es ajena al bien y la justicia. Sinestos honorables blasones no sirve para nada
Con este tercer artículo, pienso haber completado una trilogía que he creído necesaria. La defensa de España y su democracia es coherente con la reivindicación hecha de Juan Carlos I y la Transición. El apoyo a nuestra democracia tiene una serie de implicaciones formales y ... esenciales que, al igual que un navío que quiera seguir su rumbo, deben permanecer firmes.
En primer lugar, dentro de las formalidades, la democracia española debe ser siempre respetuosa con su Constitución. No es un texto sagrado, pero tampoco es cualquier circular informativa. Nuestra Carta Magna no puede ser entendida como una hipotética deconstrucción constante, que acabe por parecerse a un retrato cubista. La Constitución no sólo fue refrendada directamente por la ciudadanía, sino que el Congreso y el Senado, elegidos libremente en 1977, aprobaron sus artículos, pieza a pieza, en 1978, antes del plebiscito. Las Cortes Generales no votaron ningún paquete con un todo incluido, como suele asegurarse. El refrendo en la sociedad debía ser de una vez, como toda lógica da a entender. En segundo y último término, es imprescindible la aceptación de que la democracia española no tiene ninguna revolución pendiente para ser definida como tal. La única reclamación que llama a la puerta de toda democracia, y a la nuestra también, es la que clame por el amparo seguro de las libertades de todos los ciudadanos y la separación efectiva de los poderes del Estado. No es poca cosa, al contrario, es el nervio fundamental de un sistema democrático.
Las leyes de la democracia española, como las de toda nación democrática, no son inamovibles. Se pueden modificar, en efecto, de acuerdo al itinerario previsto para llevarlo a cabo. Nuestra democracia no es ningún régimen, ni del 78 ni de cualquier fecha posterior. Me pregunto sobre esa necesidad insana de cuestionar nuestro modelo democrático y su Constitución, de forma constante. Parece más bien un absurdo complejo azuzado por quienes no aceptan la democracia constitucional española, que nos conduce, incansablemente, a estudiar cómo cambiar lo que somos. ¿Estamos obligados a repasar y revisar nuestro sistema político, como Sísifo a subir la piedra cada día? Obviamente, no. ¿Lo hacen los países de nuestro entorno? No. Y, cuando lo hacen, se meten en laberintos de fatales consecuencias, como el caso de Reino Unido, empezando por la consulta escocesa y acabando con el Brexit. España no está más necesitada que otros países de cuestionarse a sí misma. Insisto, si alguna vigilancia hay que tener, ha de ser sobre las libertades de cada ciudadano, para que ninguna arbitrariedad las conculque. Todos aquéllos que quieran cambiar elementos de nuestro orden constitucional, deben hacerlo con sincera declaración. No valen disfraces ni negociaciones que, de paso, transformen nuestro modelo político.
En el plano esencial, y, como ya expuse en mi anterior artículo, existe un vínculo con uno de los logros más significativos del periodo de la Transición; la aceptación del otro, de su derecho a existir en la Polis. Hoy, por desgracia, esta asunción de la pluralidad está muy dañada. El sectarismo y la malversación intelectual la están erosionando gravemente. Además, en los recientes tiempos, el legislador ha discurrido por un camino peligroso para la legalidad. La senda del subjetivismo. Las leyes se han convertido en receptáculos de opiniones excesivamente de parte, y, lo que es peor, aspiran a marcar lo que debe ser pensado, sentido y vivido. No hay lugar para la discrepancia, más aún, ejercerla coloca al ciudadano en la posición de infractor o partidario de lo que se busca perseguir. Las leyes, así, pierden toda su debida carga objetiva, y adquieren el color ideológico de quien las promulga. ¿Cómo contribuye esto a aceptar al diferente? No lo hace, sino que introduce el trincherismo. El único recurso cuando falta el discurso y el programa.
Nos hace falta ejercer el derecho de crítica y oposición, con la mejor arma; la sensatez, no la histeria. Esta última pierde fuerza rápidamente, pero, por el contrario, la cordura tiene mayor capacidad de perdurar y convencer racionalmente, no manipulando los sentimientos. La izquierda, el nacionalismo y la derecha están obligados a ello por igual, no hay pase priority en este asunto. Tal vez, la mejor manera de que las leyes tiendan a la objetividad sea la interiorización de que nuestros principales derechos son la vida, la libertad personal y pública, la dignidad física y moral, y la seguridad jurídica. Toda ley que quiera regular en favor de estos derechos, debe mirarse a sí misma, examinando si invade el espacio personal donde nos desarrollamos, o bien, si de forma razonable nos reafirma en ellos. El margen de interpretación es grande, pero la vocación con que se legisla hablará de las intenciones.
Es muy importante reflexionar sobre si democracia es cualquier sistema en el que se vota, ya sea de forma directa o de manera representativa. Es un tema apasionante que injustamente ocupa aquí el tramo final. En otras palabras, pensemos si la democracia tiene en sí unos requisitos, o es un puro elegir con sufragio universal. Si fuese únicamente este último extremo, estaría legitimada cualquier brutalidad o acción, sin consideraciones sobre el bien o el mal de lo que se legisla. No, la democracia no es esto, ni debe serlo. Al terreno democrático se aterriza con una serie de valores implícitos, los relativos a los derechos antes citados. La democracia tiene una causalidad y una finalidad. No es ajena al bien y la justicia. Sin estos honorables blasones no sirve para nada. Sólo daría rienda suelta a ganar posiciones para legislar de forma espuria y caprichosa. En España, hemos de sujetarnos bien a la dimensión moral con que nació nuestra democracia en la Transición.