YOLANDA VALLEJO - HOJA ROJA

Estación de penitencia

Después del Bicentenario nos transfiguraríamos para siempre con un nuevo hospital, nuevo puente, nueva ciudad de la justicia...

YOLANDA VALLEJO

Con el paso de los años, los humanos vamos perdiendo capacidades. No es algo que ocurra de repente, ya lo sabe, sino que la naturaleza nos va da dando plazos razonables para irnos adaptando, física y mentalmente, a nuevas situaciones. Una de las primeras capacidades que se pierde es la de asombro; con la edad, todo deja de asombrarnos, todo nos parece evidente, desde encender el día cada mañana, abrir el grifo y que corra el agua, hasta tener que votar por tercera vez a un gobierno que no quiere gobernar. Lo evidente, vamos.

Claro está que si a estas evidencias las adornamos con música -nunca el sol se había visto en otra-, con globos -lo de la fiesta de la luna llena es de manual de psiquiatría- o con declaraciones como las del concejal de medioambiente -la culpa de la suciedad de la ciudad la tiene el hecho inaudito de que no llueva en verano-, pues resulta que nuestra capacidad de asombro se va renovando constantemente. Y eso, en parte, en bueno. Porque mientras mantengamos esa facultad de asombrarnos, seremos capaces de transitar por este valle de lágrimas incluso con los ojos cerrados.

No es un ejercicio fácil, no vaya a pensar que lo del asombro no hay que trabajarlo. Y aquí tenemos experiencia en eso, sobre todo, porque esta ciudad resulta ya demasiado previsible. Me explicaré. Hace como ocho años se firmaba el convenio para el proyecto de la nueva estación de autobuses ¿lo recuerda? -no, yo tampoco me acordaba-, enfilábamos entonces la recta final hacia nuestra perdición, ese calvario al que llamábamos Bicentenario y en el que íbamos a redimirnos de todos nuestros males.

Después de aquello, nos transfiguraríamos para siempre con un nuevo hospital, un nuevo puente, una nueva ciudad de la justicia, un nuevo faro de las libertades y una nueva terminal de autobuses que borraría para siempre de nuestra memoria la vergonzosa imagen tercermundista de una estación tipo regiones devastadas. Y pasó, como usted sabe, el Bicentenario como la comitiva de Bienvenido Mister Marshall y nos dejó haciendo las cuentas de la lechera intentando recoger la leche vertida con las manos, con los presupuestos, con el futuro de una ciudad que ocho años después, sigue sin hospital, sin faro, sin ciudad de la justicia, y sin estación de autobuses.

En noviembre de 2014 comenzaban unas obras que, supuestamente, iban a ejecutarse en un plazo de diez meses -nuestro asombro sabía que no- y que iban a transformar el entorno de la plaza de Sevilla en un «intercambiador de transportes donde confluyen ferrocarril, autobús, tren tranvía, catamarán y vías ciclistas». Hi hi ni, que le diría Selu a Juan.

Un año largo más tarde, en diciembre de 2015 concluían los trabajos de edificación y comenzaba el espectáculo. La luz, el agua, el ascensor, el entorno… El asombro. Porque del dicho al hecho había el mismo trecho que desde la puerta de la estación a cualquier parte. Y entonces pensó usted ¿nadie se ha dado cuenta de lo lejísimos que está esto? ¿nadie ha caído en que no se puede llegar ni salir andando de aquí? ¿nadie ha tenido en cuenta que la carretera industrial es el sitio más inhóspito de la ciudad? Pues no. Asómbrese de nuevo, pero no.

Una estación de penitencia es lo que tenemos. Para entrar, para salir, para intercambiarnos -15 minutos andando hasta el catamarán-, para todo es un misterio doloroso. Y eso que habrá usted visto que no he entrado en temas más profundos como el dineral que ha costado o la Guerra de los Rose que han vuelto a poner en escena la Junta y el Ayuntamiento. Eso sí que ya no asombra. Porque lo verdaderamente prodigioso está en el nombre de la cosa. Ya lo dijo Juan Ramón «inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas», y se ve que por aquí la interpelamos poco, porque lo del nombre de la estación sí que no tiene nombre.

Verá. Es costumbre muy española la de poner nombres rimbombantes a los edificios -para muestra, véase lo que hizo la UCA con los cuarteles-, a los parques y eso, atendiendo a los poderes que la teoría nominalista atribuye a los seres inertes. Los aeropuertos y las estaciones no se libran de esto y lucen atributos de lo más rebuscados y absurdos; no hace falta que le haga la lista completa. En este complejo mundo del nomine, no íbamos a quedarnos atrás. En aquel 2008 en el que se gestaba la nueva estación, se celebraba el bicentenario -también- del botánico Celestino Mutis. El Ateneo, siempre atento a las efemérides, propuso que la terminal llevase su nombre por aquello de que la ocasión la pintan calva. En 2012 se inauguraba el parque de Astilleros al que también se denominó Celestino Mutis, nombre muy polivalente en Cádiz que lo mismo sirve para una calle, una biblioteca, un colegio, un parque…y una estación de autobuses.

Porque lo que no es de lógica es que seis años después, el Ayuntamiento haya rescatado la propuesta -circunstancial- del Ateneo para dar nombre a la terminal de autobuses. Todo se va a llamar Celestino Mutis, mire usted por dónde. Y pensará usted ¿no hay otro gaditano que merezca dar nombre al edificio? ¿no tiene bastante el pobre botánico con lo que tiene? ¿no hay quien asesore a los asesores?

El asombro, ya le dije, lo mantenemos intacto.

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