José Manuel Hesle
Qué nos está pasando
Una señora cae de bruces al tropezar con las piernas de un joven que se encuentra recostado en uno de los pasillos del metro londinense
Una señora cae de bruces al tropezar con las piernas de un joven que se encuentra recostado en uno de los pasillos del metro londinense. Nadie se detiene. Nadie acude a levantarla. Ni tan siquiera quién provoca la caída se inmuta. Todos continúan la frenética marcha con rumbo al andén. La señora se reincorpora como puede. Se recompone el vestido, localiza sus pertenencias y, sin girarse siquiera, retoma su camino, aún doliéndose de una pierna, pero con la normalidad propia de un incidente cotidiano más. Recuerdo el momento como si solo hubiese pasado un instante. Sería incluso capaz de reconstruirlo añadiéndole nuevos detalles. Aquel primer viaje, lejos de casa, me aportó muchas cosas, pero si algo ha permanecido indeleble al paso del tiempo fue el impacto que el hecho me provocó. Encajar semejante comportamiento y, todavía más, la indiferencia colectiva ni me resultó entonces, ni me resulta hoy, nada fácil.
El autobús urbano se detiene en la parada del antiguo gobierno civil, frente a los sindicatos. Un señor, muy mayor, empujando su tacataca, intenta bajarse. Las puertas hacen el amago de cerrarse y el grito unánime de los viajeros disuade al conductor que inmediatamente las paraliza. Dos de ellos se prestan para ayudar a bajar al señor. Se apean con él y lo dejan sobre la misma acera. El autobús, mientras tanto, espera con las puertas abiertas. El pasaje, comprensivo y paciente, supervisa la acción. Al concluir su cometido los voluntarios vuelven a subir al vehículo y las puertas se cierran. Entre tanto otra persona gesticula para hacerse ver por la puerta de delantera. El conductor que ya ha iniciado la maniobra de salida, intuye el sentir de los pasajeros, abre y la recoge. El autobús, por fin, reemprende el recorrido. Una amiga, gaditana de adopción desde hace más de veinte años, refiere cada vez que tiene la oportunidad que gestos como este son los que le hicieron querer quedarse para siempre en esta ciudad.
Tarde de finales de agosto. Una mujer, acompañada de su sobrina y un crío, se acercan al barrio atraídos por los cacharritos de la feria. La mujer empieza a encontrarse mal, le cuesta respirar. Se asfixia. La sobrina comienza a atenderla y a gritos implora ayuda. El camarero de un bar cercano es el primero que se apresura a auxiliarla. Otros testigos apartan al niño y llaman al 061. También a la policía. A pesar del empeño los intentos de reanimación resultan infructuosos. Al rato se persona el servicio sanitario que, tras agotar todas las posibilidades, solo puede certificar el fallecimiento de la mujer. La policía acordona la zona a la espera del juez. El cuerpo inerte de la infortunada, cubierto por una leve sábana blanca, yace ignorado sobre el suelo del concurrido paseo. Ni una simple carpa lo resguarda. A su alrededor, los multicolores destellos luminosos de las atracciones, el alocado griterío de quienes se divierten y la música de unos aparatos compitiendo con la de los demás. Las mesas repletas. En la plazoleta cercana las actuaciones programadas siguen su curso. Nadie parece conmoverse. Nadie se inmuta. Nadie se altera. Nada, ni nadie reclama, al menos mientras no se retire el cuerpo del lugar, que se imponga el más mínimo respeto. Solo una leve reseña en la prensa digital deja constancia de lo sucedido.
Qué nos está pasando. Afectado, observo el panorama y me embarga la inquietud de que, a pesar de la insistencia de mi amiga, inevitablemente parece que vamos en la misma dirección de la señora del metro.
Ver comentarios