Ramón Pérez Montero

Espiroquetas

No existe determinismo porque los movimientos oscilantes de los microtúbulos dependen en última instancia del azar

Ramón Pérez Montero

Hace ya algunos años que Lynn Margulis postuló que nuestras neuronas podrían ser descendientes de las espiroquetas. Un tipo de bacterias unicelulares alargadas y generalmente en forma de sacacorchos que provocan en nosotros los humanos una serie de enfermedades. Encontró aquella bióloga claras similitudes entre la estructura de las espiroquetas y los microtúbulos que dan consistencia a nuestras neuronas.

Los microtúbulos son igualmente largos filamentos de proteína que, en el interior de nuestras neuronas, aparte de dotarlas de resistencia y elasticidad, juegan un papel decisivo con respecto a nuestra supervivencia. Su correcto desarrollo resulta vital en la memoria, en el aprendizaje y, por ende, en nuestro comportamiento. Al parecer, igual que ocurre con las mitocondrias, se trata de otro sorprendente caso de simbiosis. Las células les ofrecen protección y alimento y, a cambio, estos descendientes de las espiroquetas se ponen a los mandos de nuestra maquinaria corporal y mental. Sus tareas van desde el mantenimiento del ritmo cardíaco a la escritura de un poema.

Pertenecientes al linaje de las bacterias, los microtúbulos se comportan a nivel básico a partir de dos instintos: la aproximación y la huida. Estos dos movimientos espontáneos están motivados por señales químicas que indican respectivamente la presencia del alimento o del peligro. Si nos lo queremos imaginar a nivel humano, pensemos en los sentimientos básicos de placer o miedo que, por debajo de nuestras complejas motivaciones, guían nuestros actos.

Cada neurona es un ser independiente, pero sometido a la obligación de cooperar con las demás para el mantenimiento del sistema que les garantiza la existencia. Sacrifican su egoísmo y se dejan arrastrar por los movimientos oscilatorios de la masa de congéneres que dan lugar a nuestras decisiones y a todos nuestros actos. Cada decisión que tomamos responde a la forma y al movimiento colectivo que adopten nuestros microtúbulos. De forma semejante al dibujo cambiante de una bandada de estorninos.

Nuestro cerebro, e igualmente el sistema mental simbólico que emerge de este, es un órgano que responde emocionalmente a las informaciones que obtiene del medio. La elaboración intelectual es un proceso secundario mediante el cual racionalizamos nuestro comportamiento y fundamentamos nuestras decisiones una vez consolidado el acto heroico o la canallada. Lo que no deja de ser una fantasía.

Esto suena a determinismo y a reduccionismo biológico. No es ni una cosa ni la otra. Los seres humanos nos diferenciamos del resto de las formas de vida conocidas porque, aparte de obtener información del medio en forma de materia y energía, también procesamos información simbólica, un tipo de información sin duda más poderosa que aquellas otras dos más primitivas. No existe determinismo porque los movimientos oscilantes de los microtúbulos dependen en última instancia del azar.

Por tanto cada una de nuestras decisiones, cada uno de nuestros actos está motivado en su nivel más rudimentario por el miedo o el placer que experimentan los microtúbulos. Esa información primaria puede ser elaborada de forma simbólica gracias a la memoria y al aprendizaje, que nos dotan de una serie de instrumentos éticos. Las restricciones sociales también juegan su papel en la transformación de nuestros egoísmos en actitudes altruistas, lo mismo que ocurre a nivel de las neuronas. Pero, en última instancia, la dirección que tome el bando de estorninos depende del azar. De este torbellino surge eso que llamamos voluntad. La fuerza que mueve al ser humano hacia las hazañas más sublimes y a los actos más viles. Esta es la esencia, como seres libres, de cada uno de nosotros.

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