Chapu Apaolaza - OPINIÓN

Espías y robots

¿Qué otra cosa pueden hacer los espías además de espiar? Quizás dar charlas en las universidades. Yo espero que los servicios secretos españoles espíen mucho y bien.

La nueva Guerra Fría la inventó un banderillero que servía a las órdenes de Antoñete décadas antes de que Putin y Trump montaran su numerito subidos en la barra del cabaret de la política internacional. Al subalterno, que estaba de natural tieso como la mojama, le tocaba torear en Las Ventas y contaba que, como esa era tarde de relumbrón, el apoderado le soltó cien duros que mitigarían aquella miseria tan torera en la que todavía habitaban hombres vestidos como galanes de cine italiano que no tenían para tabaco.

Los maestros dormían en el Victoria de la Plaza de Santa Ana de Madrid, al que los reventas apodaban ‘fonda chachi’, y que después reformarían para convertirlo en un hotel cool con luces moradas que siempre se me parecieron un poco a las de los puticlubs y las comisarías de las series policiacas modernas, dos espacios que cada vez son más la misma cosa.

Este banderillero compartía la habitación de una pensión con un picador de su cuadrilla y anduvo un rato dándole vueltas a dónde meter el billete para que su compañero, que además de tener larga la vara debía de tener larga la mano, distrajera su botín. Después de mucho pensar, concluyó que la guardaría en un lugar seguro, un sitio en el que a su amigo no se le ocurriera nunca buscar dinero: mientras dormía, le metió los cien duros en el bolsillo de la chaqueta porque allí no miraría nunca.

Así pasó encantado el día, según contaba, viendo su billete pasear Castellana arriba y abajo sin temer por él. Todo en él estaba tocado por la gracia, como aquella tarde de Sevilla en la que entraba de luces en un hotel del centro escoltando al maestro y, cuando un yonki le pidió dinero –a quién se le ocurre mendigar a un torero sin bolsillos– le insistió tanto diciéndole que era «para comer», que se quitó la dentadura postiza y se la puso en la mano: «Toma, para comer».

Se desconoce cuánto de postizo hay en Donald Trump; sospecho aterrado que poco. Cada aparición televisiva del presidente electo supone asomarse a una suerte de precipicio naranja. Sin embargo, de todas las alarmas que ha hecho saltar, esta del espionaje ruso a los correos de los responsables de campaña de Clinton que ha llevado Rusia a cabo para favorecer al magnate, me parece la más inocente.

Resulta encantadora esa ingenuidad en la que de pronto el mundo escandalizado 24/7 descubre que unas naciones roban informaciones a las otras . Anda el planeta sorprendido de que el hielo es frío. ¿Qué otra cosa pueden hacer los espías además de espiar? Quizás dar charlas en las universidades. Yo espero que los servicios secretos españoles espíen mucho y bien.

Llegará un momento en el que los humanos no trabajemos. Todos los oficios –también el de espía– serán sustituidos por un robot y no es difícil hacerlo algo mejor que nosotros. Me estoy imaginando el autómata que me sustituya a mí: un diletante empedernido, inconstante, especialista en historias de cuarta fila y en contradecirse a sí mismo, un robot que al mínimo cambio del viento quede suspendido en sueños más o menos absurdos. Confío en que será, por inútil, el último en patentarse. Quién sabe. El día en que lo inventen habrá llegado el temido momento de hacer limpieza en el trastero.

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