España y el genocidio que sale mal
No tengo bandera en el balcón, pero esos escupitajos a la historia me suenan a complejo de Edipo mal tratado

Soy español, pero no porque lo haya decidido. Al fin y al cabo, casi todo el mundo es de alguna parte, incluso a quienes les niegan las patrias con el chantaje de los pasaportes. No me avergüenzo de serlo, no se puede culpar a un ... bebé de aparecer sobre un suelo u otro. Tampoco es que abra los ojos por la mañana henchido de gloria por ser hijo de Viriato, Adriano, Averroes o Severo Ochoa. Sospecho que ninguno de ellos, en su época, hubiera reivindicado su paternidad sobre alguien que tiene en su lista de Spotify más reguetón del que le gustaría confesar.
Algo más de responsabilidad asumo en el ser gaditano puesto que, sin nacer aquí (huelga volver a retar a duelo a Antonio Burgos), añadí a mi nombre imaginariamente el de esta patria chica y, ante cualquier presentación que lo requiera, no dejo de recalcar que soy «de Cadi Cadi» , como los carnavales y como el atardecer. Y es por esa multiplicidad de patrias asignadas que, de nuevo, volver a oír la cantinela en el 12 de octubre del genocidio hispano, de la devolución del oro y la explotación de indios me causa la misma mezcla de indignación y pereza que la que uno tiene cuando el dentista le dice que hay que sacar otra muela. Principalmente porque se ha construido sobre un relato falso y pendular que asigna ahora como perverso lo que antes era designio de Dios (te alabamos, ‘cúchanos’).
Porque si lo de España, con barcos que salían de Cádiz cargados de ratas, espadas y libros, era un genocidio, hay que reconocer que les salió bastante mal. Fue un genocidio que multiplicó la población indígena donde quiera que estuvo y que la dotó de leyes que la protegían frente a los abusos que, aunque cometidos con perversa perseverancia, debían hacerse al abrigo de la Corona. Fue un ataque contra las costumbres que preservó los idiomas en la zona y que posibilitó que, un ‘poné’, en Guatemala, se conserven 23 dialectos del maya. Fue una carnicería tan sumamente cutre que hizo que florecieran universidades e imprentas en Nueva España y el Virreino antes que en el resto de Europa y que el mestizaje no fuera sinónimo de persecución como, en cambio, sucedía en las colonias británicas del norte. Y todo en una época, no les descubro nada, donde la guerra era el día a día en el resto del mundo.
Pero, qué se yo. Al fin y al cabo, como les digo, no tengo una bandera ondeando en mi balcón. Pero me suena un poco a complejo de Edipo mal curado el escupir, con profusión de yonki o runner (suele ser lo mismo), sobre una historia que, por encima de himnos y desfiles, es lo que nos dice quiénes somos.