Hola Roja
Envejecimiento activo
Lo primero fue inventar un eufemismo que no dañara la sensibilidad y que trascendiera lo de «tercera edad». «Mayores» se hizo con el premio a la estupidez políticamente correcta
De pronto, un día nos dimos cuenta de que la pirámide de población se invertía de manera peligrosa, y que los niños estaban desapareciendo de los parques como si el flautista de Hamelin estuviera haciendo horas extraordinarias. El progreso, decían, había llegado y la vida sana –la de horas que había que pasar dentro del coche no lo contaban– crecía en los adosados de la bahía. Fue entonces, también, cuando nos contaron que no seríamos nada sin la metrópolis –que traducido resultó un cementerio, servicios de limpieza y poco más– y que nos estábamos quedando para vestir santos –lo que resultó ser cierto, además, si contamos cuántos santos vestimos al año. Coincidió con la crisis, para variar, y los pocos jóvenes que quedaban, tuvieron que irse a conjugar un futuro inmediato lejos de la ciudad que no les ofrecía presente, una ciudad que solo hablaba en pasado.
Y aunque lo mismo estaba ocurriendo en otras localidades, y aunque la Andalucía imparable fue la primera en reformular el concepto –Juan Imedio y esas cosas–, y en patrocinar el término, lo cierto es que empezamos pronto a asumir que «el tiempo pasa, nos vamos poniendo viejos» como cantaba Pablo Milanés –cuando me dan ataques de nostalgia, los referentes me salen solos–. Lo primero fue inventar un eufemismo que no dañara la sensibilidad del espectador y que trascendiera lo de «tercera edad», porque evocaba mucho a lo de «tercer mundo». «Mayores» se hizo con el premio a la estupidez políticamente correcta, descartados los complicados «adultos mayores» y el simplista «longevos». No estaba mal, la verdad, sobre todo teniendo en cuenta que, según las previsiones, para el año 2050 la proporción de habitantes del planeta mayores de sesenta años se duplicará con respecto a la actual y alcanzará un veintidós por ciento de total mundial. Mayores resultaba lo suficientemente ambiguo como para no ofender a nadie y creaba la ilusión de que no tenía nada que ver con la vejez. Centros de Mayores, Aula de Mayores, Universidad de Mayores, Instituto de Mayores, Viajes de Mayores... toda una oferta de ocio y cultura destinada a cubrir las necesidades de la población que quedaba en las ciudades.
Casi no nos dimos cuenta hasta que vimos que había parques de mayores, que los columpios y los toboganes donde hasta antesdeayer se escuchaban las risas de los niños habían dado paso a los patines, los volantes, los bancos con pedales y un sinfín de aparatos «biosaludables» diseñados para mejorar la musculatura, la flexibilidad y hasta la función cardiaca de los «mayores». Que había precios especiales para ellos en autobuses –mucho antes que la tarjeta de transporte para menores de 26 años–, en el COAC. Que había descuentos especiales en grandes superficies y que la programación teatral parecía diseñada en gran medida para ellos. Normal. Tampoco había otro público, y si lo había, salía huyendo por uno de los puentes.
Era la época de los bailes y las eriendas para ‘mayores’. Bailes y meriendas que se convirtieron en el icono de un electorado ávido de lo gratis, a cualquier precio. «La ilusión de los mayores es equivalente a la de los niños» –permítame que me ahorre el comentario–, decía la entonces alcaldesa que llegó a instaurar hasta una «semana del mayor» ante la demanda de meriendas y de bailes, que se celebraban bajo cualquier excusa y en cualquier época del año.
Envejecimiento activo lo llamaban los teóricos de la planificación política, mientras se cerraban aulas en los centros escolares y metíamos a los niños en parques de bolas para que pudieran hacer lo que nosotros –que no somos tan mayores– hacíamos en los parques y en las plazoletas de nuestra infancia. Un envejecimiento activo que pasaba por llenar y rellenar la vida de las personas mayores con las actividades que las mentes pensantes pensaban que eran las «adecuadas» para ellos. Muy perverso, lo sé. Y en esas estábamos cuando algunas voces comenzaron a advertir la utilización política de estas actividades, de estas meriendas, megáfono en mano. Por Cádiz Sí Se Puede –vulgo Podemos– reventaba el baile de 2014 denunciando que el Partido Popular andaba «comprando votos a las mujeres y los hombres. A los ancianos».
Luego, ya lo sabe. La ya concejala se dejaba el megáfono en casa para dar la bienvenida en el mismo sitio y a la misma hora a los mismos «mayores» para la misma «merienda». Es lo que tiene la política. Esta política.
Por eso me reconcilia tanto con esta ciudad la iniciativa que este fin de semana han llevado a cabo la asociación Cádiz Centro Comercial y el Ayuntamiento para fomentar las compras en los comercios del centro de la ciudad. Porque no solo de pan –y merienda– vive el hombre. Y porque Cádiz Pirata puede ser justo lo que necesitamos para incentivar no solo la actividad comercial, sino para atraer a gente más joven, y para dar a la gente mayor lo que la gente mayor, de verdad, quiere. Sentirse integrada en una ciudadanía sin necesidad de ghettos ni de círculos cerrados.
Todo lo demás, será siempre propaganda.