Enrique García-Agulló
¡Qué pena!
Nacimos para el bien, pero a lo largo de nuestro devenir, nos podemos torcer y, a veces, como en ésta, de manera incomprensible
Tenía preparadas yo unas líneas para hablar con ustedes esta semana sobre la desfachatez de lo que está pasando, de los vaivenes de este gobierno desgobernado, de «sus digo y sus Diegos», pero todo se me ha quedado parado en el ordenador porque, ¿qué cosa ... hay hoy más trágica y dolorosa que compartir? ¿Acaso vale hablar de su política mientras una madre llora y sufre desconsolada en Canarias? ¿O cuando tantos otros están revolviéndose en su sufrir por recordar hechos similares? La verdad es que hoy me da igual lo que pase en el gobierno y aún lo que no pase, allá ellos. Que el futuro nos pueda resultar más grato que este atormentado presente, así que, en este día, al menos para mí, ni una línea más.
Pienso en esa madre y en la incomprensión de esas dos niñitas ante el gesto del ser que las engendró y se me revuelven las entrañas, se me encoge el corazón y sufro con el sufrir de esa madre, de esos abuelos, de esos familiares y amigos que ha dejado este personaje en Tenerife antes de partir a donde nadie sabe. Y pienso en las niñas, en la última mirada antes de apagarse sus cortas vidas, en el dolor de esa madre que seguramente las concibió con amor y que las llevó en su vientre hasta el parto, que las sostuvo en su pecho la primera vez con los ojitos cerrados de recién nacidas y que les dio sus primeros besos. En toda una vida deseada para criarlas, para enseñarles, para colmarlas de afectos y cariño, y ahora recortada.
A la hora de ponerme a escribir no sé siquiera qué ha pasado con una de ellas, dicen que la más pequeña no ha sido aún encontrada, pero he sentido una pena muy grande por las noticias que nos traen los informativos. Los restos de un infante en el fondo de las aguas que bañan esa isla que, en el abismo de esas fosas marinas tan profundas y oscuras, han sido recogidos sin vida y del que ya se había despegado su alma infantil en tránsito a su Creador en quien habrá encontrado un buen Padre al que llevar su bagaje de candor y de inocencia.
Nos referimos muchas veces a eso de que «los caminos del Señor son inescrutables», claro, y en esos espacios entre la vida y la muerte, entre lo posible y lo imposible, nos aferramos para tratar de apaciguar estas tremendas noticias que cada día nos traen tan trágicos dramas familiares pero, cuando por el camino de estas muertes se cruzan angelitos como éstos, se nos hace como más difícil admitirlo. Y aún duele más el dolor porque mucho nos tememos que esto mañana ... «continuará».
Nacimos para el bien, pero a lo largo de nuestro devenir, nos podemos torcer y, a veces, como en ésta, de manera incomprensible. Qué pena sucumbir así y a qué grado de obcecación tan enorme nos puede arrastrar el mal.
Sí, siempre existirá entre nosotros, pero desde antiguo, para paliarlo y acotarlo, hemos ido construyendo unos códigos éticos y morales persiguiendo el bien como convivencia y entrenándonos en él. Y códigos religiosos, que religión y religar, ceñir estrechamente, tienen un sentido común. La humanidad, a través de siglos y milenios, ha ido aferrándose y ligándose a esas normas de conducta y a una fuerza mayor de las que emanan como punto final de reflexión, de una convivencia sí, pero también de una confesión, de un credo común que compartir y una profesión de fe y de sentimientos que todas las religiones tienen y que muchos de nosotros compartimos en nuestro Creador y en su Iglesia de la tierra. A Él le pido y a usted también le pido que ahora me lee, que Le pida consuelo para esa madre doliente y para esos abuelos atónitos porque estos angelitos tienen ganada su paz para siempre, aunque ahora estén tan lejos de los suyos, como también para la recuperación posible de quienes han dejado en tierra. A los poderes públicos, justicia y, a todos, solidaridad, compasión y comprensión con quienes padecen esta dolorosa lacra de la violencia en cualquier parte del mundo.