Enrique García Agulló
La maculada Constitución
Demasiados están siendo los borrones que están dejándose caer sobre sus claras y generosas páginas
Si los católicos no mantuviésemos esta fiesta cristiana por excelencia el 8 de diciembre cual es la Inmaculada Concepción de María, Madre del Señor y Madre nuestra, concebida sin pecado original, a lo mejor este puente de diciembre que tanto nos gusta a los españoles ... no sería tan largo y que, además, en algunos años y por mor del calendario, se puede convertir en larguísimo, casi una semana feriada desde la Constitución a La Concepción.
La Inmaculada Concepción, Dogma de Fe para los católicos desde 1854, ha sido para los españoles de siempre un faro de luz y acogimiento, singularmente desde la batalla de Empel en 1585 y prácticamente desde el Siglo XVII en el que fue declarada Patrona de España, teniendo nuestros sacerdotes el privilegio de celebrar la Eucaristía de ese día con casulla celeste en vez de blanca, que es como la celebrarán en todo el orbe católico. Y esta centenaria fiesta religiosa, ya desde 1983 hasta hoy, se ve precedida por esta otra fiesta laica del 6 de diciembre, conmemoración anual de aquel gran momento en el que los españoles tuvimos en 1978 la oportunidad de votar en referéndum nuestra actual Constitución.
Pero, en fin, dichas estas cosas, volvamos al titulo de mi modesta aportación semanal porque mi actual preocupación, como posiblemente la de algunos más, es que esta Constitución que nació claramente del consenso, esté dejando de ser útil herramienta de convivencia y poniéndose al pie del precipicio de su posible deslustre con tanta y tan variopinta diatriba tribal de clanes y partidos políticos, cuando no ha llegado ni a cumplir sus bodas de oro.
Permítanme por su importancia y en su veneración poner en su atención lo que todos ustedes saben bien y que se recoge en el Título Preliminar de nuestra primera ley entre sus artículos 1 al 9 en los que se proclama, entre otras cosas, que «la forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria», que «la unidad de la Nación española es indisoluble, patria común e indivisible de todos los españoles», que «reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas», que «el castellano es la lengua española oficial del Estado y que todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla» con igual respeto constitucional a las demás lenguas españolas «que se hablen también en las distintas Comunidades Autónomas», (importante matiz éste de ‘también’ y de las demás lenguas ‘españolas’...), como es nuestra bandera, dónde se sitúa la capital del Estado, cuál ha de ser el papel de los partidos políticos, el de los sindicatos, el de las asociaciones empresariales o el de las fuerzas armadas y de que, tanto los ciudadanos como los poderes públicos, estamos sujetos a la misma y al resto del ordenamiento jurídico.
Frente a esto, a toda hora y en todo día, entre tanto follón más, tenemos que estar escuchando que para unos su objetivo principal es la república vasca independiente, de otros soportar el dantesco espectáculo de tener proclamada por un instante otra república en su parlamento regional y desde los que más deberían de protegernos, asistir atónitos y desconcertados que en España se facilite el apartamiento, si no la exclusión, del conocimiento pleno del castellano desde los primeros estudios... Demasiadas máculas sobre nuestra Ley de Leyes para como que «la pobre» acabe en su Disposición Final mandando que «todos los españoles, particulares y autoridades, guarden y hagan guardar esta Constitución como norma fundamental del Estado».
El valor intrínseco de aquel pacto de 1978 que, desde cinco años después, festejamos anualmente tan próximo a la Inmaculada Concepción, ya no es tan inmaculado porque demasiados están siendo los borrones que están dejándose caer sobre sus claras y generosas páginas que hace 42 años se aceptaron por la inmensa mayoría del pueblo español para tratar de convivir con respeto a todo y a todos, pero esperando también una pacífica convivencia entre unos y otros. Nuestros derechos y deberes.