Dos besos

Besos de encuentro o de despedida, besos de amor apasionado, del cariño de una madre, de un nieto a sus abuelos o los conmovedores besos de un padre.

Enrique García-Agulló

Cuanto menos, desconcertante. Dos besos al Emir huérfano y ningún beso a su padre en estos años. Dos besos el Emir con tantos millones y al que se recibe con honores y medallas, pero, que se sepa, ningún beso a su padre en estos años. ... Me gustaría estar equivocado. Desde luego no soy especialista en normas de conducta en la realeza y no sé más que lo que me depara la curiosidad o el público conocimiento, pero he sido hijo, soy padre y ahora abuelo y, aunque no sea muy besucón, sí sé el cariño que aporta el silencio de un beso. El sentimiento o la fuerza de un beso.

Claro que hay besos y besos. Besos de encuentro o de despedida, besos de amor apasionado, del cariño de una madre, de un nieto a sus abuelos o los conmovedores besos de un padre. Y también los hay robados y hasta no terminados, esos de la cobra. Y cínicos. Y traidores.

Estos días he pensado mucho en los besos, quizás porque he cumplido otro más y a mis recuerdos han vuelto esos besos que se pudieron dar pero que no se dieron. Y ésos no se podrán dar ya.

El Rey Juan Carlos ha vuelto a España en la longevidad de sus años. Las cosas no le han salido como pensaba, ciertamente, y en el ocaso de su vida le está tocando un exilio en tierra extraña, lejos de la familia que quizás, preso de sí, no supo o no pudo cuidar tanto. Alejado de sus hijos, que ya le tienen dado nietos a los que no puede besar y que tampoco pueden ir a verle tan a menudo como para poder cogerle la mano o darle un beso. Y hasta su propia obra, la Corona, parece haberle hecho esa cobra apartándolo y menospreciando su recuerdo.

Pero este Rey mayor tiene una vida que, aunque pasara lo que pasara, en lo que a los españoles compete, con su primer discurso de acceso al trono ante Las Cortes, bien que se empeñó en procurarnos para todos el encuentro en democracia. Que pocos años más tarde revalidó su compromiso aquella aciaga noche de febrero en la que se nos dirigió a todos para calmar un trágico acontecimiento, reconfortándonos con su serenidad y firmeza por la democracia en unas horas que a tantos nos preocupó que las cosas pudieran volver atrás. Y aún más, porque con su reinado y con aquellos líderes de la Transición, nos procuró el paso pacífico y tranquilo de la alternancia democrática en el gobierno al defender la jefatura del Estado, esto es, la situación de la Corona, por encima de los partidos, sacándola de la natural contienda política más propensa a la defensa de una ideología frente a otra.

Estos días he visto la foto de un cartel como de bienvenida en el que se decía que, cuando más lo necesitábamos, este Rey, ahora mayor y sin trono, sí que dio «un duro» por nosotros. Y al lado de su rostro, el reverso de una de aquellas monedas de cinco pesetas, «el duro» que por primera vez los españoles vimos con la Corona.

Se abre esta semana con un momento crucial en la singladura de un español que no tiene deudas con la Justicia. No voy a entrar en justificación alguna ni en el concepto de inviolabilidad que le dimos los españoles al aprobar la Constitución, inviolabilidad, por cierto, de la que aún goza el Rey Don Felipe. Don Juan Carlos ya lleva consigo eso tan terrible que se ha venido en llamar banquillo de telediario, perpetua condena sin tribunal, pero sí que me ha hecho pensar en ese dilema interesado ahora por otros en lo de Monarquía o República y me he puesto a imaginar cómo nos habrían salido las cuentas a los españoles durante estos años si algunos de los presidentes de nuestro gobierno o de las autonomías, anteriores o presente, hubieren sido jefes de Estado.

Veamos, si nos dejan, qué beso se puedan dar este lunes padre e hijo o si el padre tiene que volverse solo sin beso a esas tierras donde sus jeques y emires sí que se besan al saludarse.

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