Enrique García-Agulló
Dos años sin dos amigos
El morir no es alejarse, sino crecer en el recuerdo, en las buenas cosas vividas que, llevándolas bien, se convierten en un gran regalo de la consciencia que todo purifica y todo sublima
El día 27 de febrero de 2019 fallecía mi amigo del alma, fiel desde la infancia, camarada de juegos, compañero de viajes, cómplice de mis alegrías y de mis tristezas, mi compadre el Ne o, para el mundo, José Mª Solano López de Letona ... . Un gran deportista, incansable ante lo infinito, amante y entendido de toda la música con la que hemos convivido y a quien la vida le pagó al final con un largo y maldito cáncer que le tuvo casi un año hospitalizado. Antes, nueve años por delante, la Parca le había arrebatado a su amada Rosa, mi comadre, la buena amiga de mi mujer. Y, con ellos dos ya fuera de aquí y todo este dolor sobrevenido de la pandemia, se fueron también o se aparcaron tantos deseos de conocer tierras nuevas o de saber gustar a cuatro bandas las cosas con las que fuimos creciendo durante más de medio siglo. Desde aquel aciago día, sus hermanos, a los que adoro, me regalaron en su recuerdo el honroso título de “hermano mayor”, lo que me permite seguir unido con tan preciado lazo a su entrañable clan.
Quizás hoy sábado 6 de marzo el espíritu de José Pedro Pérez-Llorca Rodrigo vuelva a estar otra vez entre nosotros, los gaditanos. Su casa de la Caletilla de Rota abriría los ventanales que dan al Norte, mirando al Carmen y al Baluarte de La Candelaria y, su galería, refrescada por esa brisa que se mece cada día por encima de las copas de los verdes árboles de la Alameda que abrazan el monumento al Marqués de Comillas, se volvería a llenar de la luz de la Bahía que tanto quiso. José Pedro me regaló su amistad en el momento preciso, en el de la madurez, cuando las cosas se ven con segundas y terceras lecturas, cuando lo confidencial se hace sereno, cuando la conversación puede girar trescientos sesenta grados y de arriba a abajo por cualquier palo, cuando el aprecio por lo sencillo se hace vital y lo exquisito, racimo. Este sábado 6 de marzo nos caerá el bienio de su fallecimiento, de una ida que no se va porque Cádiz le sigue honrando y porque su esposa, Carmen, le sobrevive para que José Pedro siga aquí, entre nosotros y sigue extendiendo con mi mujer y conmigo, su permanente amistad.
Son siete días en mi vida señalados por estas despedidas tan próxima una a la otra pues con ellos, por la ida de mis dos amigos de quienes, mientras escribo estas líneas, aún tengo presentes sus rostros bien anclados en el retén de la memoria como si fueran los de las fotos del día de la boda de mi hijo que con ellos compartiera, que me dejaron marca y cicatriz pero, ahora, dos años después y bien trabajados, sé que ya me han traído el benevolente favor de la paz de las cosas buenas que con ellos he podido vivir.
Cantaba el bolero que la distancia es vivir en el olvido y, claro, el morir siempre es distancia, pero creo yo que el morir no es alejarse, sino crecer en el recuerdo, en las buenas cosas vividas que, llevándolas bien, se convierten en un gran regalo de la consciencia que todo purifica y todo sublima enalteciéndolas hasta lo más alto en el sentir. Son las cosas de la amistad que, como cantaba el latino vate, es la mitad del alma.
¿Y saben qué les digo? Que la amistad puede ganar también con la muerte, aunque cierre presencias, aunque genere dolorosas distancias. Gana porque abona lo que fue con la esperanza de que, al final de todo, al final de todas las cosas, perdure por sobre todas ellas como los vientos pasan cada día por lo alto de las copas de los verdes árboles que se ven desde la galería de José Pedro o como refrescan la sombra esos otros viejos árboles que guardan los restos de Ne. Gracias a ellos, a mis dos amigos, atesoro hoy buenos sentimientos en mi íntimo haber y, pasados ya estos dos años de sus muertes, aún en este mundo tantas veces cabreado, me he dado cuenta de que puedo seguir sintiendo todavía los bellos recuerdos de la amistad, los de la mitad del alma.
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