Enrique García-Agulló
Amigo Manteca
Son tantas las anécdotas, tantos y tan gratos los recuerdos, que debo hurtar de todo ello hacer relación por no caber en estas líneas y por saber que más de uno podrá evocar más o los mismos, porque José contaba y narraba lo que no está en los escritos
José Ruiz Calderón Manteca , de Cádiz, almacenero por tradición, torero por vocación, flamenco y gallero por afición, narrador por expresión y, antes que cualquier otra cosa, amigo por decisión, desde su alto mostrador con tapa de madera en su barra o de mármol ... en su almacén, ha sido anfitrión sin igual llegado al negocio de ultramarinos después de su paso por los toros en el que, desde la humildad del papel de estraza con sus tapas de corte y cuchillo, triunfó como el más genial de los maestros hosteleros convirtiendo su modesto establecimiento en un faro universal en esto de saber atender al personal poniendo bien alto el nombre de nuestra ciudad.
Empiezo estas líneas sin anteponer lo de “mi amigo José” porque, aunque lo fue, y eso siempre será mi orgullo y satisfacción, ha sido tan grande su humanidad como para repartir su amistad entre muchos más, entre los más iguales y los que no suelen serlo, entre el que no tenía y el que gastaba. Larga y prolija es la lista de sus amigos, cosa de la que podrán sentirse orgullosos su familia y el mismo Pepe desde el cielo, pues muchos somos quienes nos hemos venido reuniendo estos años en San Félix proviniendo de los más dispares orígenes y conviviendo con su natural clientela. Un particular universo de taurinos en esta ciudad que no tiene coso ni plaza, de flamencos, de profesores y estudiantes, de políticos, de gente de la hostelería, del mundo del carnaval, un popurrí de clientela que animaba a entrar en la taberna incluso hasta a los curiosos turistas que pasaban por su puerta, porque allí paraba todo el mundo a tomar una copa y todo el mundo se daba un “buenas tardes, señores, buenas tardes José o un muy buenas, Pepe”, mientras que alguien compraba dos kilos de patatas, cuarto y octavo de garbanzos o una caja de detergente.
Mi memoria de José viene de largo, desde “sus gallos” por los que contaba simpatiquísimas historias en tierras americanas hasta el almacén de La Viña. Son tantas las anécdotas, tantos y tan gratos los recuerdos, que debo hurtar de todo ello hacer relación por no caber en estas líneas y por saber que más de uno podrá evocar más o los mismos, porque José contaba y narraba lo que no está en los escritos. El sentido de estas líneas es solo el de expresar a José el agradecimiento por el bienestar que a tantos nos produjo su amistad y que difícilmente podremos olvidar.
Y también porque en Casa Manteca se fue montando poco a poco una suerte de puesto avanzado de encuentro de nuestro Club Liberal 1812 que, cada 19 de marzo, levantamos un brindis por La Pepa con quienes venían ese día a Cádiz desde distintos lugares para conmemorar nuestra primera Constitución, empeño en el que, si la vida y la pandemia nos lo permiten, concurriremos hasta que podamos año por año teniendo siempre presente lo que ya le expresáramos a la hora de hacerle entrega en los 80 de aquel diploma como reconocimiento a una persona que tenía probado de liberal la mejor condición que para esa hermosa palabra registra nuestro Diccionario, ser generoso.
Hace ya unos cuantos días que nos dejó. A su mujer y a sus hijos, tan buenos como él, mi abrazo más grande con la amistad perpetua de mi familia. A José, mi recuerdo perenne, que aún puedo verle sin tener que cerrar mucho los ojos sentado en su tienda, llevando la mano a su boca recibiéndote con todo su incontenible afecto, cerca de la ventana, con el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta y con su mirada, aunque herida estos últimos años, siempre amable y profunda, la mirada de un hombre bueno y sabio, señor y caballero, que supo dar a tantos lo que tanto sin saberlo esperaban.