OPINIÓN
El enemigo dentro
Somos así. Una tierra de caínes de poca monta. Siempre lo hemos sido y el que no quiera reconocerlo no es porque esté libre de pecado, sino porque está esperando la ocasión
Resulta que va a ser cierto eso tan hispánico de que al perro flaco todo se le vuelven pulgas y que del árbol caído lo que más nos gusta es poder hacer leña. O lo que es lo mismo, que todos llevamos dentro una pequeña –algunos hasta de buen tamaño- alimaña dispuesta a devorar los despojos de cuanto se nos ponga por delante. Sin el más mínimo paladar. Lo que sea. Y tragamos de igual modo sapos, culebras, carretas y carretones, porque cualquier menú es bueno con tal de lanzarnos a la yugular moribunda de cualquier chivo expiatorio. Eso sí, sin lanzar nunca la primera piedra, pero escondiendo siempre la mano.
Somos así. Una tierra de caínes de poca monta. Siempre lo hemos sido y el que no quiera reconocerlo no es porque esté libre de pecado, sino porque está esperando la ocasión. Por eso somos tan fáciles de manipular, porque amamos el pensamiento único y sincronizado. Que ahora toca la guerra de las banderas, pues todos a una, que no hay mayor satisfacción que contestar al unísono «¿Quién mató al comendador? Fuenteveojuna, señor» –mi nefasta educación en la EGB todavía me permite recitar de memoria algunas cosas–, algo así como los niños de colegio a los que el maestro amenaza sin recreo hasta que no salga el culpable. Todos, hemos sido todos, decimos buscando en el corporativismo no la solidaridad ni la camaradería, sino el hueco perfecto para escondernos.
Y así con todo. Amparados además por el efecto multiplicador de las redes sociales donde uno puede no solo tirar la piedra, sino echar abajo el muro de las lamentaciones con un par de clicks. Lazos amarillos de quita y pon –muy Penélope tejiendo sudarios–, dictadores a los que los jóvenes conocen por los temarios de Selectividad pero a los que nunca han tenido ni el gusto ni el disgusto de padecer –afortunadamente, por cierto–, inmigrantes que nos roban y nos pegan las miasmas que traen de sus países, misas que desaparecen de la parrilla televisiva –lo mejor de todo es la tremenda y nada piadosa comparación con la retirada del programa de Javier Cárdenas- y que hacen que el mundo sea un poco peor. La última, ya lo sabe, la afrenta patria contra la unificación del huso horario –qué se habrán creído estos europeos–. Todo de un disparate tan absurdo que no termina una bien de saber dónde empieza la realidad y dónde acaba el deseo, que ya lo dijo Campoamor «en este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con qué se mira».
Lo peor es que el cristal siempre suele estar empañado, sucio o deformado. Qué le vamos a hacer. Tampoco nos libramos a nivel local. Tan pronto salimos enarbolando la bandera de la limpieza y todos entendemos de municipalizaciones, pliegos, contratos y hasta de la lejía del futuro que se debe usar, como sacamos el metro y arengamos sobre los chiringuitos, las terrazas, las calles peatonales, los carriles bici… qué se yo. Haga la prueba, que para algo están las hemerotecas. La oposición critica acaloradamente situaciones que propiciaron ellos mismos cuando estaban al otro lado del río; y al contrario. Todas las variables sirven para la ecuación. La memoria, además de poco histórica es muy frágil y muy interesada, por cierto. Pero el enemigo, siempre lo tenemos dentro.
Se nos va la vida cantando las excelencias de nuestra hostelería y de nuestro ocio nocturno, pero con las mismas cruzamos la calle y defendemos el derecho al descanso vecinal –cosa que nunca he terminado de entender; cuando uno se va a vivir justo encima de un bar sabe a lo que se expone. Se nos llena la boca hablando de nuestro patrimonio y de nuestra historia –todos nos comimos a Estrabón de pequeños– pero ignoramos los horarios imposibles de los museos y nos encojemos de hombros cuando se nos niega la posibilidad de visitar las colecciones por falta de personal, o de recursos. Lo mismo somos la ciudad más saludable del mundo con el carril bici más chulo del mundo, que cambiamos de acera y ponemos el grito en el cielo porque no hay manera de aparcar el coche. Protestamos por la escasa oferta cultural -¿cultural?- pero luego blasfemamos porque Ricky Martin o alguno de sus teloneros ensaye a grito pelado a las cinco de la tarde –el descanso, no lo olvide, que somos ciudad Lo Mónaco. El caso es estar siempre a la gresca, que dicho sea de paso, es el lugar en el que más cómodos nos sentimos.
Dice el refrán que cuando el demonio no tiene nada que hacer con el rabo mata moscas. Y eso es lo que somos, pobres diablos manipulados que bailamos al son que nos tocan, sin criterio, sin pensamiento crítico, sin más opinión que la que cada mañana nos llega por ese grupo de whatsapp del que usted no se atreve a salir no vaya a ser que lo pongan verde. Y olvidamos que nos somos como creemos, sino como nos ven los demás. Que podemos seguir aplaudiendo al sol que se pone en La Caleta y podemos seguir creyendo que aquí se puso el non plus ultra que traducido resulta… pero lo cierto es que ni siquiera nos tienen en cuenta.
Decía César Vallejo –no sé si Vallejo es políticamente correcto o no, pero ya me da igual– «¡Cuídate, España, de tu propia España!». Y qué poco caso le hacemos.