Antonio Papell
Las elecciones del 21-D
La excepcionalidad que justificaba la medida estaba fuera de toda duda
Sólo unas elecciones autonómicas podían desbloquear el perverso conflicto creado por el gobierno y el parlamento de Cataluña, despeñados desde hace tiempo en una serie dramática de actuaciones ilegales que desembocaron en una ditirámbica declaración unilateral de independencia, no sólo ilegal e ilegítima sino también ridícula, dado que ni sus propios actores se creían lo que estaban impulsando. De otro modo no hubieran exigido el voto secreto, que, con el ardid de depositar dos votos en blanco en la urna, hacía imposible la reclamación de responsabilidades a los autores materiales de aquella pobre votación.
Puigdemont, impulsado a tomar personalmente tal iniciativa, que relajaría el ambiente y permitiría una completa reconsideración del caso, fue incapaz de hacerlo. Las acusaciones de traición que le llegaron desde sectores soberanistas en cuanto se supo que el lehendakari Urkullu había conseguido convencerle e que era llegada la hora de la sensatez y el sentido común le disuadieron rápidamente, y optó por consumar la tragicómica conclusión del delirio. Tuvo que ser el Gobierno del Estado, en combinación con las dos fueras constitucionalistas, PSOE y C’s, que apoyan al PP en este asunto, el que finalmente tomara las riendas de la degradada situación y, mediante el artículo 155 C.E., obtuviera dl Senado la capacidad de intervenir.
La excepcionalidad que justificaba la medida estaba fuera de toda duda: al margen de la propia proclamación de la República, hilarante pero radicalmente inconstitucional, muchos cientos de empresas habían abandonado el Principado por la falta de seguridad jurídica. La inacción hubiera sido inconcebible. Y el gran acierto de ls constitucionalistas fue convocar las elecciones lo antes posible que permitía la LOREG: el 21 de diciembre, jueves, 54 días después de la disolución de la cámara.
Los soberanistas de JxS, aunque a regañadientes, se han apresurado a manifestar que concurrirán, y la CUP, pese a los remoloneos de partida, parece qiue hará lo mismo. Pero Puigdemont, desde su exilio dorado bruselense, ya lanzaba la insidiosa tergiversación que había de producirse antes o después: aseguraba que acataría el resultado de las elecciones, fuese cual fuese, y exigía al Gobierno que se comprometiese a hacer lo mismo.
En esta manifestación está el germen de una nueva manipulación: la confusión entre unas elecciones autonómicas y un plebiscito de autodeterminación. En el supuesto, nada deseable pero tampoco descartable, de que las fuerzas independentistas obtuvieran una mayoría de escaños y lograran formar gobierno, su cometido sería idéntico al de un hipotético gobierno de signo contrario: gestionar la comunidad autónoma conforme al Estatuto de Autonomía, y adoptar las iniciativas constitucionales que creyeran oportunas, incluida la de reforma constitucional (el artículo 87.2 otorga iniciativa legislativa a las Asambleas de las Comunidades Autónomas).
En otras palabras, ni en las elecciones autonómicas del 21-D ni en otras cualquiera del mimo rango que se celebren en el futuro se dirime la estructura del Estado, ni se pone en juego la unidad nacional, ni se obtienen conclusiones sobre aspectos políticos que no estén explícitamente en juego. La segregación territorial de un país es un asunto muy serio que requiere mayorías cualificadas notorias y procesos de negociación muy arduos antes de materializarse, como deberían saber los independentistas.
Deberían realizar un ejercicio de realismo quienes vayan a embarcarse en el proceso electoral que se avecina porque sería absurdo que, después del manifiesto fracaso cosechado por los conductores del ‘procés’ soberanista que ha terminado de mala manera, sería absurdo repetir el bucle.
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