José Manuel Hesle
La dignidad de María
Después de girar la cabeza hacia el lado de la cama en que me encuentro, abre con determinación los ojos para reclamar mi interés
Después de girar la cabeza hacia el lado de la cama en que me encuentro, abre con determinación los ojos para reclamar mi interés. Se esfuerza en su empeño arqueando las cejas cuanto puede. Aprieta sin demasiada fuerza la boca. Encoge los hombros y, mientras ladea la cara hacia uno de ellos, sus labios, casi imperceptibles, dibujan una tenue sonrisa capaz de aliviar el abatimiento que me embarga por verla así. Las cosas son como son, me apetece interpretar que quiere decirme con su gesto. Qué le vamos a hacer, he querido oírle pronunciar. A la templanza de hoy preceden las lágrimas, contenidas por la rabia, de ayer y a una pena de a ratos que la machaca sin clemencia. La resignación la agota y, como si durmiese, cede al peso de los párpados. Cuando los abre quiere creer que es un sueño lo que vive y los vuelve a cerrar por si, en verdad, lo fuere lograr despertar aliviada. Entre la entrega y el desaliento, la desolación y el dejarse querer pasan los días. Desde la ventana de la habitación en que yace observa el mismo muro que aún conserva en su retina de joven. Junto a él, vivo y silencioso, el olmo en que se apoyase el sillón de su padre. Al frente, el lugar donde un desvencijado portalón garantizaba cobijo a las ocho vacas que sustentaron a su familia. Aquí creció, aquí vivió y aquí está, de nuevo.
María, nació en el año 29 del pasado siglo. Única niña entre cuatro varones con los que compartió travesuras y andanzas hasta que, como tantas otras de su tiempo, debiera acometer las tareas impuestas por aquella sociedad a las mujeres. Su padre se la ganó para siempre el día que reconoció que ella no tenía por qué ser la sirvienta de sus hermanos. Nunca lo olvidó. Ni tampoco su gusto por el cine y por la lectura. Fueron éstas, con seguridad, las circunstancias que marcaron su existencia. Un día dijo que quería trabajar y ganar su propio dinero. Y lo hizo. Jamás supo ser sombra de hombre alguno. Se reveló contra lo que se esperaba fuera y decidió ser muy suya. Pagó peaje pero logró ser ella. Se retó a sí misma siempre y afrontó la vida con la pasión de un niño y la curiosidad de un gato. Se reinventó y logró ser lo que quiso ser. Hacer lo que entendió que debía. Vivió libre y consecuente. Aprendió a leer y leyó todo lo que pudo. Disfrutó primero atrapando emociones y perdiéndose por sierras y atardeceres salados. Amó la vida y se impregnó de ella. La palpó, la aspiró, la sintió, la acarició y se dejó acariciar. Descubrió luego el valor de la palabra y la cuidó. Y la cultivó. La defendió y la ejerció. En el instante idóneo me dejó dicho que no quería reposar en ningún cementerio, sino que fuese el viento quien empujase sus cenizas hasta perderla en la nada, en el mar o en alguna primavera. Que no quería cortejos, ni flores, sino la gratitud de una plegaria y el adiós de los amigos que le ayudaron a crecer y a sentir. Me encomendó que la dejasen ir con calma y sin dolor. Deseaba marcharse suave y sutil.
Un ictus la sorprendió a comienzos de febrero y la postró en cama. Le hurtó la voz y la palabra. Más no pudo con un corazón y un alma que, hasta el fin, encontraron cauce a través de sus ojos y de sus manos.
Desde que la fiebre comenzó a barruntar su partida, el encargo se convirtió en misión y en reto para mí. En pulsos y rogativas permanentes para dar cumplimiento a su voluntad. María se fue como quería. Sin embargo, es mucho el camino que aún nos queda por recorrer en el derecho a morir con la dignidad que a todos nos corresponde.