OPINIÓN
Deuda
Antonio Cabrera era un poeta rendido por completo a la razón
Durante el largo viaje de regreso he venido pensando en otros asuntos alternativos sobre los que versara este artículo, pero el motivo que me ha llevado a Valencia, como un poderoso atractor, una y otra vez ha torcido mi voluntad hasta obligarme a caer en ... ese poderoso centro. No me gustan las necrológicas. Ni leerlas, ni mucho menos escribirlas. Creo que se trata de un género fácil. Basta con emplear los tópicos al uso para ensalzar las bondades del difunto y lamentar su irreparable pérdida hasta dar por concluido el asunto. Si esta logra, además, hacer brotar algunas lágrimas, pues entonces miel sobre hojuelas.
Así que me enfrento a la difícil tarea de expresar lo que ahora siento sin que mis palabras transmitan el eco sensiblero, rancio, de cualquier obituario. No voy a revolcarme en la tristeza para que todo quede impregnado por ella. Voy a esforzarme para que el dolor no aflore entre líneas ofreciéndome argumentos para monopolizar la pena. Ya he escrito sobre la vida y la persona de Antonio Cabrera mientras estuvo entre nosotros. Esto acalla la voz de mi conciencia acerca de que pudiera estar aprovechando su desaparición física para adquirir cierto protagonismo personal.
Escribo sobre el fondo musical de la octava sinfonía de Dvořák, un tributo al sentimiento de amistad por parte del compositor checo. Mientras aliente en este mundo, me sentiré en deuda con Antonio y así lo reconozco abiertamente. Ha rendido la materia de su cuerpo no sin antes compartir su espíritu con quienes tuvimos la suerte de tratarlo. Me hizo partícipe de toda su riqueza interior y su muerte no me puede arrebatar la obligación de devolverle todo aquello que no me dio tiempo de hacer en vida. Continuaré viviendo aferrado a su rica memoria y haré todo cuanto esté en mi mano para que su voz no se apague.
Antonio era un poeta rendido por completo a la razón. Esto puede parecer contradictorio y, de hecho, puede que lo sea. Así se lo manifesté muchas veces y tuvimos largas disputas en torno a este asunto. Me decía que si los hombres somos hombres, es gracias al cultivo de la razón. Trataba de rebatir su argumento diciéndole que no todo en nosotros sigue el camino de la racionalidad , que, sin ir más lejos, su poesía no estaba fundada sobre esta clase de pensamiento, sino que era fruto de esa visión suya que penetraba hasta las profundidades donde el observador y lo observado pierden sus contornos y participan ambos de una misma naturaleza. Justo la experiencia cuasi mística que él nos dejaba temblando en la fina arquitectura de sus versos. Me replicaba que era siempre consciente de la distancia (el ‘hueco’, según sus palabras) que lo separaba de cada uno de sus objetos poéticos.
Creía Antonio en la realidad autónoma y previa del árbol, del pájaro o del insecto que tomaba como sus motivos poéticos. Trataba yo de convencerlo de que era él quien creaba al abedul, al águila y a la mantis gracias a su manera peculiar de contemplar la realidad y al poder fundador de su palabra. Se tenía el filósofo poeta por mero testigo de un mundo que existía ajeno a su presencia y se declaraba simple recreador de sus delicados matices. Su humildad y su generosidad no le permitían traspasar ese severo límite. Mi deuda con él me obliga a transgredir esa frontera y a internarme, sin la ilusión protectora de la razón, en el profundo territorio de todas sus creaciones.