Julio Malo de Molina

La cueva

El pasado lunes participé en un acto que me sorprendió por la abundante audiencia y el interés suscitado

JULIO MALO DE MOLINA

El pasado lunes participé en un acto que me sorprendió por la abundante audiencia y el interés suscitado. Nos reunimos 200 personas en la cripta del Torreón del Sagrario, construcción a la vez religiosa y militar levantada en 1689 mediante un elegante volumen cúbico que forma parte, tanto de la antigua Catedral, como de la muralla de la época, configurando una de las piezas más sugestivas de la ciudad por su pureza arquitectónica. La capilla subterránea fue en época tardo romana un templo paleocristiano, cuando el símbolo del cristianismo aún no era la cruz del martirio sino una iconografía diversa que incluía: letras griegas, peces, corderos, anclas, palomas y naves. En la reunión se habló de otra cueva, las catacumbas de un beaterio de 1633, descubiertas y ahora visitables gracias al trabajo de un joven espeleólogo y buceador, a quien admiro por su valiente curiosidad aventurera. Yo le llamo Indiana Belgrano y es la persona que mejor conoce los espacios enterrados bajo la ciudad amurallada que hoy podemos recorrer, y también los restos sumergidos bajo las aguas que nos rodean. La expectación que dejó a mucha gente sin poder participar, tiene que ver con la fascinación que despiertan las cuevas, en su origen oquedades de la tierra en las cuales el hombre se refugia cuando la tierra tiembla para seguir amándola, empleando en parte palabras de Cela al hablar de su casa mallorquina.

Las cuevas fueron guaridas para la horda primitiva, espacios de culto para religiones primigenias, escondite de rebeldes y proscritos; aún sobreviven casas cueva, como las habitadas en las poblaciones cercanas de Arcos o Setenil; y más aún las criptas para el recogimiento, la oración, la conspiración o el refugio. La cueva más o menos secreta ha venido atrayendo a lo largo de la historia a los grupos disidentes y/o marginales: sectas heréticas, grupos esotéricos, chamanes, místicos, carbonarios, masones, poetas e iluminados. Cuando hombres y mujeres se refugian en la cueva regresan al origen de la vida, el seno materno, donde apenas se siente el dolor, el frío, el hambre o el ruido.

La urbe romántica que hoy podemos disfrutar, ceñida por el recinto amurallado que se construye entre los siglos XVI al XVIII, se asienta sobre otras muchas ciudades anteriores, como la villa que funda Alfonso X el Sabio en 1262, la ciudad musulmana que fue una de las más importantes de la cora de Medina, la Gades romana que compitió en esplendor con la metrópoli, la Gadir que fundaron marinos tirios en el siglo XI antes de nuestra era, y otras anteriores que apenas han dejado historias conocidas. Pues como sostiene Italo Calvino, «a veces ciudades diferentes se suceden sobre el mismo suelo y bajo el mismo nombre, nacen y mueren sin haberse conocido». Quedan restos indescifrables, y sobre todo sus cavernas. Como el pozo de Enrile que fue sala del teatro romano y luego mazmorra del castillo de la villa medieval, o la cueva de la casa Estopiñán que fue un templo visigótico, o las contraminas defensivas construidas por ingenieros militares durante el siglo XVIII, conocidas como cuevas de Marimoco. Mayor fascinación presentan las oquedades que aparecen en La Caleta, entre piedras que fueron parte de formidables edificaciones de otras tantas ciudades. Me encanta recorrer ese lugar con Indiana Belgano y escrutar los extraños restos de tantas poblaciones como el mar ha cubierto, tal vez para protegerlas de otros hombres y otros dioses distintos de aquellos que las construyeron.

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