Cosas que se rompen

Cuando en la última sesión de investidura subió Adriana Lastra a la tribuna de oradores apareció claramente el diagnóstico de una de las cosas que se había roto

Hay una parte de España que siente que España nace y hay otra España que siente que España se rompe. Es posible que las dos tengan razón a la vez. La España primera que ha ganado las elecciones cree que no se ha ... roto nada por el hecho sencillo de que no han escuchado el ruido, pero a veces, las cosas se rompen sin sonar, como si se deshicieran. A mí mismo en unos sanfermines se me destrozó una mano al paso de los toros por la Cuesta de Santo Domingo y necesité dos cervezas, unas manitas de cerdo de Marcelo el de la Mandarra, un café y un gintonic para darme cuenta de que tendría que pasar por el quirófano dos veces. Por ahí camina una España descalcificada, de hueso esponjoso, cansada y gastada, siempre al borde de la fisura, que últimamente siente pinchazos en alguna parte nueva del cuerpo y no sabe cuál es. A algunos les duele España de pura esperanza y a otros traicioneramente les rabia cerca de la ley, en alguna parte entre la moral, el honor, que son órganos misteriosos.

Cuando en la última sesión de investidura, poco antes de coronar a Pedro I de mi Españita subió Adriana Lastra a la tribuna de oradores del Congreso de los Diputados le hicieron la radiografía al dolor patrio y apareció claramente el diagnóstico de una de las cosas que se había roto. Lastra, que te habla lenta, desesperadamente y con misericordia como si te abandonara, subió a no decir cosas. Se le quebró la voz como una ramita cuando dio la enhorabuena a Sánchez, pero no comentó nada de cuando Montserrat Bassa, minutos antes había acusado a los socialistas de verdugos, ni cuando el portavoz de Bildu, Oskar Matute se había venido arriba diciendo que su partido no abandonaba la lucha, que lo que Dios quiera que representen no estaba ni vencido ni domesticado. En realidad, todas esas cosas se las estaban diciendo a Sánchez justamente para saber si tenía lo que había que tener para responder a los insultos cinco minutos antes de que lo hicieran presidente, para comprobar si estaba sano, para saber si respiraba, al fin y al cabo, como cuando al paciente le pinchan las plantas de los pies.

Todo eso se lo calló Lastra, y no es que no defendiera al Rey, es que no le sacara al PSOE, que es como no sacarle la cara a España, pues el PSOE es España, y en ese silencio prendieron las nuevas inquinas de un nuevo tiempo. Porque no es que Lastra no se defendiera de Bildu y de ERC, es que culpó de todos los males del mundo a la derecha y a la extrema derecha ancladas según ella en las raíces autoritarias de la dictadura. Y ahí, al trasluz de la placa parlamentaria de su discurso, se dibujó el hueso astillado de mi España: el PSOE queda escénicamente más cerca de Otegi que de Casado. Después de mil muertos y cuatro décadas de sufrimiento, a cambio de trece votos, a mediodía del siete de enero de 2020, el consenso de la unión de los partidos constitucionalistas que había sostenido con éxito notable el esqueleto del 78, se desplomó sobre el suelo de granito de la Cuesta de San Jerónimo, casi a cámara lenta, casi emitiendo un pequeño ‘ay’ que no escuchó nadie. Cayó como esos viejitos que tropiezan y en la caída se parten la cadera, pero que en realidad se caen porque la cadera ya se les había roto antes.

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