Antonio Ares Camerino

Corren malos tiempos

Ni los dioses del olimpo sufrían el descalabro de su destino incierto

En la antigua Grecia las matemáticas eran una ciencia exacta. Sus derivas, como la aritmética, la geometría, la trigonometría, conservaban una pulcra exactitud a prueba de los vaivenes de discursos y diálogos platónicos proclamados a los vientos en el Ágora. Ni los dioses del olimpo sufrían el descalabro de su destino incierto.

En la Edad Moderna, todo el cálculo se centró en las órbitas galiléicas excomulgadas por Papas y Prelados. Desde el siglo XIX la física robó su sitio a la matemática. Los grandes postulados y las teorías sobre el ignoto mundo de la materia y la energía hicieron sombra a los teoremas y formulaciones basadas en algoritmos matemáticos.

Cuando llegó el momento de aplicar las matemáticas a las ciencias sociales apareció la estadística con su traicionero cortejo muestral. La esperanza de encontrar el karma predictor pasó a ser la meta para todo. Aparecieron disciplinas que mediante modelos matemáticos vaticinaban, con poco margen de error, el porvenir. Desde decirnos cuánto íbamos a vivir hasta cuantificar nuestro índice de pobreza o riqueza, según el caso. Desde predecir la cesta de la compra de una familia de cuatro miembros de renta media, hasta saber nuestra esfera de ocio a cinco años vista. Desde calcular el efecto de una campaña publicitaria hasta medir la intención de voto de un ciudadano medio, profesional o trabajador y conservador.

Esta nueva disciplina, tan demanda por analista políticos y sociólogos, no contaba con el factor emocional, ni con la tendencia a contestar la respuesta correcta, o cuando menos la esperada, en cualquier encuesta realizada en los prolegómenos de una cita electoral. Los resultados electorales en Estados Unidos demuestran que los analistas y los genios de las predicciones tendrán que retirarse a los cuarteles de invierno por una larga temporada. En poco tiempo su desprestigio cotiza al alza. El Brexit en el Reino Unido, el referéndum en favor del fin de la lucha armada en Colombia, el ascenso de los populismos reaccionarios en la Vieja Europa hacen pensar que las consultas electorales y los referéndum en los sistemas democráticos los carga el diablo.

Corren malos tiempos para la tolerancia y la integración. La emergente clase media de los países del llamado primer mundo ha visto como en pocos años ha perdido lo logrado con esfuerzo durante décadas. La distribución de la riqueza sólo tiene un sentido ascendente, perdiendo su transversalidad. Este desencanto es el caldo de cultivo para que esta masa silenciosa perdedora del estado del bienestar castigue a los políticos a los que considera culpables. Aparecen salvapatrías con discursos que fomentan el aislamiento, mientras que las fronteras, cada vez más altas, sólo son permeables a las riquezas de unos pocos.

Pensar que los designios de la humanidad quedan en manos de Donald Trump, Wladimir Putin o del tupé norcoreano de Kim-Jong-un nos hacen temblar las piernas.

Decía, con razón, Mahatman Gandhi «Si hay un idiota en el poder, es porque quienes lo eligieron están bien representados».

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