OPINION
Concierto para perro y flauta
De pronto, nuestra ciudad no es solo amiga de los animales, sino que se ha convertido en familia de los animales
No le descubro nada nuevo si le digo que me dan miedo los perros. Tampoco le descubro nada nuevo si le admito que, como otra mucha gente, puede usted sacar como conclusión que tengo un problema -muy grande, además- que quizá podría resolver el psicoanálisis ... o la hipnosis, como se resuelven los miedos y las fobias más habituales del humano moderno; pero ya le anticipo que no creo que lo mío tuviese fácil arreglo porque, además, no me gustan los perros. Doble problema, dirá usted. Y tanto, le diría yo. Porque en el mundo de lo políticamente correcto presentarse así, a pecho descubierto, y confesar que a una no le gustan los perros constituye un anatema como la copa de un pino. Una herejía, para entendernos.
En una ciudad como la nuestra, en la que la población canina se ha multiplicado por ocho en los últimos quince años, hay determinadas cosas que no se pueden decir. Mucho menos cuando en Cádiz viven más perros que jóvenes, en concreto seis mil perros más que gaditanos menores de veinte años; más perros que niños, hablando claro. Y no es que me preocupe excesivamente la proporción –o quizá sí-; lo que me preocupa es que al envejecimiento activo de población humana se una, de manera alarmante, el crecimiento imparable de población perruna. Pero eso, como le adelantaba, no se puede decir. Porque, de pronto, nuestra ciudad no es solo amiga de los animales, sino que se ha convertido en «familia» de los animales, a veces, muchas veces, la única familia reconocida. Todo el mundo tiene perros –en plural- porque aquello de «tres es multitud» parece no afectar a las mascotas, y lo normal es convivir con varios perros –a ser posible de razas muy dispares. Todo el mundo siente un amor tan incondicional por sus animales que necesita compartir la mayor cantidad de espacio y de tiempo con ellos, y a ser posible, con el resto de la gente a la que nos dan miedo los perros o como en mi caso, con el resto de la gente a la que no nos gustan los perros.
No me gusta entrar en una tienda de ropa y encontrar animales –muy educados, dicen- que olisquean los percheros y lo que no son los percheros. No me gusta comer en un restaurante y sentir la presencia de un perro por debajo de las mesas –no hace nada-; no me gusta cruzar una calle y tener que esquivar las jaurías de canes que «se están saludando» ante la pasiva complicidad de sus dueños, porque me siento como la protagonista de Coetzee, ya sabe, la de «El Perro», ese relato escalofriante que nos enfrenta cara a cara con una realidad políticamente incorrecta «no me cabe duda de que él siente que su deber es odiarme, pero yo me siento conmocionada por este odio hacia mí, conmocionada y aterrorizada. Cada vez que paso por su casa atravieso por una experiencia humillante. Resulta humillante sentirse tan asustada. Ser incapaz de resistirlo».
La empatía nos obliga a ver las cosas desde el otro lado. A sentir compasión por aquellas personas que alivian su soledad en la mirada de un perro; a normalizar y a dar por verdad absoluta lo de que el perro es el mejor amigo del hombre; a considerar la naturaleza animal al mismo nivel que la inteligencia humana -el que tenga inteligencia, claro- y a aceptar que vivimos en un mundo absolutamente subvertido. Porque esto, queramos o no, se nos ha ido de las manos. El incremento de la población canina de nuestra ciudad lleva aparejada la aparición de servicios, negocios y hasta derechos exclusivos para los perros. Ya lo sabe. Parques para perros -piénselo fríamente-, fuentes para perros, playas para perros, peluquería y estética para perros, ropa para perros, delicatessen para perros, vagones de tren para perros, turismo para perros… y hasta música para perros.
No hace mucho, en Pisa una señora esperaba pacientemente la cola para subir a la torre inclinada. Dos perros, a los que se dirigía utilizando un lenguaje infantil -muy ñoño, por cierto- esperaban junto a ella, y no tan pacientemente, su turno de acceso. Ante mi recelo, por lo del miedo que me producen los canes, la señora de los perros me puntualizó que sus perros tenían el mismo derecho que yo a ver las «magníficas vistas» desde el mirador. No pude hacer otra cosa que darme la vuelta y ceder mi espacio a las dos mascotas ilustradas.
Ayer tuvo lugar en Madrid un concierto para perros «con música creada específicamente para ellos», según reza el cartel. No es el primero; en 2017 se celebraba «Fantasía canina» en Valencia, un concierto al que asistieron ciento cincuenta perros melómanos, algunos de ellos considerados «agresivos», para los que la organización había reservado sitios especiales. En el caso madrileño se pretendía «inducir al perro a un estado de relax» para disfrutar «junto a sus acompañantes humanos», para lo que previamente se celebró «un paseo con todos los perros y dueños con el objetivo de ecualizar la energía de los asistentes al concierto, tratando de crear un estado óptimo para asistir al concierto».
Así estamos. No lo critico, pero tampoco lo comparto. Vuelvo a leer a Coetzee, su relato inspiró la película ‘White God’, premiada en el Festival de Cannes -de Cannes, no de canes- en 2014. No entiendo nada, pero me acuerdo de algo que decía mi libro de latín en bachillerato ‘Cave cane’.