OPINIÓN
La cola del cometa
La Fundación Fernando Quiñones abre el próximo miércoles una exposición en su sede en Chiclana
No me da vergüenza decir que soy una de las pocas personas que no vio el pasado domingo “The Last Night” -ni el domingo, ni el lunes, ni el martes-; y no, no me refiero a la última noche electoral, aunque el destino, empeñado siempre ... en sacarnos la lengua en los momentos más inoportunos, hiciera coincidir el escrutinio nacional con la emisión del tercer y más esperado capítulo de la última temporada de “Juego de Tronos” . A decir verdad, no he visto la serie, ni he leído ninguno de los libros de la que ya se considera una obra de culto -signifique lo que signifique culto-, y que se vende, y se compra, como un auténtico manual de supervivencia en estos tiempos de tribulación.
Por eso no tengo intención de contarle la angustia y tensión sostenida durante los ciento diecisiete minutos más brutales de la serie, que fueron seguidos por diecisiete millones de espectadores , ni tampoco me preocupa demasiado no poder contárselo, aun a riesgo de quedarme fuera de las conversaciones, de las redes, y del ruido. Porque frente al ruido, hay silencios que son de lo más elocuentes -tampoco se preocupe usted por mí, que no soy de las que escucho el silencio, la verdad.
Hay silencios mucho más interesantes. Silencios buscados, como el de ella, que sigue echándolo de menos en las puestas de sol, que lo saluda, cada tarde, al pasar por su vera, roneando todavía como si, cada tarde, volviera a los diecisiete y el bronce se hiciera carne. “Hola, Fernando”, le dice en silencio. Porque hay silencios mucho más interesantes y silencios que gritan desde lo más profundo de un océano, en cuya orilla él le regaló una ciudad. “Ahí tienes Cádiz, te lo regalo” le dijo, poco antes de marcharse, a la niña que siempre andaba leyendo, que siempre andaba aprendiendo, que siempre andaba escuchando los latidos de un corazón tan grande que no cabía en un solo cuerpo. Los latidos de un cometa, rápido, brillante, fugaz que conoció en su Venecia natal y del que ya fue incapaz de separarse. El de ellos fue un amor diferente, loco, romántico, donde uno ponía puertas y el otro las derribaba, donde uno tendía puentes y otros los hacía explotar con ingenio, con vitalidad, y con una libertad que no provenía de este mundo. Ella no tuvo más remedio que seguir su estela.
Fue la cola del cometa porque quiso ser la cola del cometa, y porque sabía que aquello de que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer no es más que una frase hecha, que no tiene sentido cuando dos genios habitan en la misma lámpara. Y mientras él jugaba con las palabras y las cantiñeaba, ella las moldeaba en barro pacientemente, como quien sabía que aún no había llegado su hora, esperando en silencio, alimentando su luz en el fuego de Fernando, en su libertad, en su independencia, en su maestría, en su vocación de amante de Cádiz. Ella, la dogaresa, que aprendió a amar la ciudad desconocida, sin comprenderla, a través de sus ojos y de sus historias, la dueña de los atardeceres más bonitos del planeta, esperaba sin esperar nada.
Con una sólida formación como ceramista y dibujante dedicó sus horas más largas a la enseñanza de los lenguajes de la tierra, del barro. A darle forma a los sentimientos que compartía con su hombre y a convertir en materia las emociones que escapan, incluso, de las palabras. En continuo aprendizaje, en continuo movimiento, como cola de cometa también se acercó a la literatura como traductora, como poeta, pero de una manera discreta, como toda ella.
Veinte años después de que el tiempo hiciera más lento el discurrir de los días, le sigue diciendo “Fernando, échame una mano, anda”, sin creerse del todo que ahora es ella la luz del cometa. Un cometa que nos traza la trayectoria de la obra de la artista que supo esperar, en una magnífica exposición que recorre su vida y su obra y que nos abre la habitación propia de Nadia Consolani , que descorre las cortinas para que salga toda la luz que aún sigue dentro, y que desconocíamos.
Hay silencios que merecen ser escuchados atentamente. Por eso, la Fundación Fernando Quiñones , en un acto de necesaria justicia -y no solo poética- abre el próximo miércoles, en su sede en Chiclana, la muestra comisariada por Jesús Serrano Plazuelo y Ramón Cao Rondán , que, con el asesoramiento de Antonio Aguayo Cobo y la profesora de la UCA, Nieves Vázquez, se adentra en el laberíntico mundo de quien, a sus ochenta años, sigue teniendo diecisiete cada atardecer, y mantiene aún el brillo en la mirada deslumbrada por la luz de la ciudad que le pertenece.
No se la pierdan. Frente al ruido del exterior, frente a la escandalera política, frente a las voces de los que claman desde las redes, el silencio es más atronador. Hija de la Serenísima República, madre, esposa, ceramista, traductora, poeta… dogaressa. Nadia Consolani, la dueña de Cádiz, la cola del cometa.