YOLANDA VALLEJO
La ciudad y los perros
Me molesta muchísimo cuando alguien intenta imponer su criterio por encima de la libertad de los demás, amparándose en una supuesta bondad franciscana de amor canino
A este lado del espejo hay cosas que no se pueden decir. No están tipificadas en ningún código, pero resultan tan políticamente incorrectas que corre uno el riesgo de que le apaleen públicamente si se atreve a verbalizarlas. Hay otras cosas, sin embargo, que gozan de tanto prestigio, que se convierten en el salvoconducto para viajar por el mundo de la hipocresía -hay muchos mundos, pero todos están, de momento, en este- con total libertad.
Para que me entienda, a este lado del espejo no puede uno decir que le gustan los toros, por ejemplo. Porque salen inmediatamente los adalides del buenismo timorato con la escoba, y lo tachan a uno de criminal, de atávico, de caníbal incluso. De inculto, de retrógrado y de casposo y de todo lo malo que se le venga a la cabeza.
Tampoco se puede decir que disfruta uno viendo programas del tipo MHYV o Supervivientes, porque lo correcto –usted lo sabe- es presumir de ver los documentales del desierto del Serengueti o de seguir apasionadamente alguna serie en Netflix –a ser posible que no haya visto nadie. Es el peaje que pagamos por vivir a este lado del Edén y no al otro. Llámelo autocensura, llámelo discreción, llámelo defensa, llámelo como quiera, pero lo cierto que es que si uno dice las cosas tal y como las piensa, se corren muchos riesgos.
Así que le advierto una cosa. Seguramente ni me habrá leído usted –ni creo que me vuelva a leer- un artículo tan políticamente incorrecto como este. De hecho, tiene licencia y las bendiciones para dejar de leerlo ahora mismo, si no quiere entrar a formar parte de mi selecto club de detractores; o para odiarme si decide continuar leyendo y, al final, considera que soy un ser absolutamente despreciable por decir lo que voy a decir.
No me gustan los perros, no hay un motivo concreto ni una explicación freudiana, simplemente, no me gustan. Y no, no tiene esto nada que ver con el vídeo del Partido Popular y los ciento veintidós gatos de la pava que va al supermercado, aunque la ocasión la pintan calva y de paso, ya le digo que tampoco me gusta el vídeo, ni el catálogo de muebles baratos de Unidos Podemos.
En fin. A lo que iba. No me gustan los perros, ni comprendo –tal vez porque no lo he probado, o no lo he intentado- el amor incondicional hacia los animales, en general. Lo siento, ya le dije de mi incorrección, y estaría dispuesta a reconocer mi equivocación, si lo fuese, porque por encima de todo, creo ciegamente que uno es libre de querer y de hacer lo que mejor considere. Y respeto la libertad.
Por eso me molesta muchísimo cuando alguien intenta imponer su criterio por encima de la libertad de los demás, amparándose en una supuesta bondad franciscana de amor canino. Y el «no hace nada, solo quiere juego» que suelen esgrimir los dueños de los perros sin correa, cuando uno retrocede en su camino o se aparta de la trayectoria del animal, me parece una de las faltas de respeto más grandes que se cometen en esta ciudad. Ganas dan de contestar, «pues si quiere juego, juegue usted con él» o algo peor, pero la educación que, en estos casos, no suele tener doble dirección, le impide a uno decir lo que realmente piensa.
«Ya ha comido el león» me dijo el otro día el propietario de un perrazo que, al parecer quería jugar conmigo a las siete y media de la mañana. Porque hay horas en las que esta ciudad parece un canódromo en toda regla. Horas en las que todos deciden sacar a sus mascotas a la calle, para aliviarse y para que hagan ejercicios circenses, sin contar con que hay personas a las que los perros le dan miedo, le asustan, o simplemente personas a las que, como a mí, no le gustan.
En Cádiz hay censados 16.112 perros; censados, insisto. Tocamos a un perro por cada siete habitantes. Una cantidad excesiva, si tenemos en cuenta que la población humana de la ciudad no pasa de los 120.000 habitantes. El censo de canes se ha quintuplicado en los últimos quince años, mientras el de personas ha disminuido de manera alarmante.
Me alegro por los veterinarios, porque la crisis parece no haberse notado en este sector. Y no entraré a juzgar los gastos que ocasiona tener un perro, o dos, o tres, que de todo se ve por la calle; simplemente pido que la misma comprensión que se pide para los animales –un lugar de esparcimiento, zonas acotadas en las playas, parques caninos-, se tenga con las personas.
Hay mañanas en las que hago una gymkhana para llegar a mi puesto de trabajo, sobre todo cuando en la calle Novena se concentran varios dueños de perritos «con ganas de juego» a los que nada en este mundo les parece más injurioso que alguien les diga, con educación, que sujeten a sus animales. A esas horas, la ciudad es de los perros. Y si uno se atreve a cruzar la frontera es hombre muerto.
Porque a este lado del espejo se puede pedir que retiren a los indigentes de San Francisco o que no los dejen dormir en los bancos de Canalejas, al fin y al cabo, no son más que personas. Pero no se puede decir nada de los perros. Y así nos va.
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