Ramón Pérez Montero
Chumberas
Asisto a la agonía de los tunales y no puedo dejar de oír su agónico lamento de advertencia.
Ni romanos ni árabes las conocieron. La chumberas formaban parte de nuestro paisaje desde que fueron traídas de América. Llegó con ellas su parásito natural, la cochinilla del carmín (dactylopius coccus), que ya era utilizada por los indígenas americanos para decorar rojo sangre tanto las paredes de sus templos como los rostros de sus sacerdotes.
La cochinilla y la tuna americana han estado conviviendo en nuestros campos en plácida armonía durante más de quinientos años, hasta que los vientos del progreso han echado sobre los tunales este velo de ceniza de la muerte. Considerada como planta ornamental, empleada mayormente como vallado de propiedades o sostenedoras de la pobre economía del higo chumbo, la plaga que las barre no ha despertado la preocupación ni de las autoridades ni el interés apenas del ámbito científico. Busco información seria y sólo encuentro noticia vaga sobre el abandono irresponsable de la explotación industrial de estos insectos como origen de esta calamidad.
Sólo quienes conservamos desde la infancia en nuestra retina las siluetas de las palas de tuna recortándose contra el sol poniente, o en nuestras papilas gustativas el sabor de su fruto, podemos expresar la tristeza que supone contemplarlas bajo el peso de esta nevada seca que implacablemente las devora. Pero lo trágico es que este escenario de enfermedad y devastación del que somos testigos directos, esta invasión nocturna de machos ávidos de sexo que sufrimos en los pueblos, son sólo el anticipo de las grandes catástrofes ecológicas que se avecinan.
La acidificación de los océanos, a consecuencia del aumento del dióxido de carbono atmosférico liberado por los humanos, ha acabado ya con más de un tercio de los arrecifes de coral y prosigue en su labor exterminadora a ritmo acelerado, pero como esto no lo observan nuestros ojos resulta fácil obviar la catástrofe. Que a causa del mismo calentamiento global los glaciares y las placas de hielo de Alaska, Groenlandia, Ártico y la Antártida se estén derritiendo como mantequilla tampoco parece inquietarnos. Con nuestro mar Mediterráneo hecho un estercolero donde medran las medusas venenosas y el alga Caulerpa se expande, y con otras invasiones silenciosas como la del mosquito tigre o de la avispa asesina de abejas tampoco nos damos por aludidos. También preferimos mirar para otro lado mientras diariamente la desmedida ambición del hombre tala miles de hectáreas de selva tropical. ¿Qué demonios puede significar la desaparición de las tunas cuando miles de especies que ni siquiera hemos llegado a conocer se extinguen cada día?
Cualquiera con un mínimo de preocupación por la salud de nuestro planeta puede echar un vistazo a revistas especializadas como Science, consultar los informes anuales de NOAA, WWF, Scientific American, USGS o la misma ONU, o leer estudios científicos serios de grupos de investigación de la mayoría de universidades del mundo para hacerse una clara idea del futuro apocalíptico que nos aguarda si no somos capaces de reconocer el papel primordial de los humanos en la creación de esta ‘burbuja ecológica’, ni de buscar soluciones para enderezar el rumbo antes de que lleguemos a un punto de no retorno.
Asisto a la agonía de los tunales y no puedo dejar de oír su agónico lamento de advertencia. Nuestra prepotencia de seres inteligentes nos dota de esa insensata seguridad de ser capaces de encontrar la solución para cualquier problema que se nos pueda presentar en el futuro. La cochinilla del carmín es sólo la avanzadilla de los poderosos ejércitos que esperan frente a las débiles murallas de nuestra ingenuidad.
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