Chapu Apaolaza
Pedro el del bombo
Todo el que disiente de un gobierno tiende a dibujar una caricatura excesiva del votante que lo sostiene
Era un buen acuerdo mal celebrado, pero hay una España ‘pedrette’ que festeja legítimamente el sanchismo. Sánchez lo sabe y la alimenta con la difusión del vídeo de las verdiales de los 140.000 millones de euros y la vuelta a la Moncloa como si ... España hubiera ganado un mundial en lugar de una deuda perpetua. Entraba Sánchez a la sede del Gobierno de España y le faltaba besar a las reporteras como Casillas en Johannesburgo. El sanchismo es una manera de estar en el mundo que mezcla como ninguna una constante condición de víctima y una vocación de fasto, una fiesta perpetua que celebra todo lo que hace en toda circunstancia. Aplica a todas sus operaciones esta estrategia orgullosa que vuelve loca de amor a la España que le vota y sobre la otra tiene el efecto contrario al que busca. A la postre termina por ridiculizar la acción del Gobierno, pues recuerda los errores que comete y en cambio termina por ocultar sus aciertos, ¡que los tiene!
Todo el que disiente de un gobierno tiende a dibujar una caricatura excesiva del votante que lo sostiene. Sería hiperbólico hablar de una España sofronizada o narcotizada por el encanto de Sánchez, hipnotizada por el vuelo de sus determinadas manos, pero sí de una parte del electorado tremendamente convencida de que vivimos en la batalla entre el bien y el mal donde él representa el bien, naturalmente. A esta gente se dirige Sánchez con éxito, pues le comprenden y le admiten sus orgullos que a otros desquician. Quizás sea esta la magia sanchista de Pedro el del bombo: enardecer mucho al partidario y desquiciar mucho al contrario. No parece la clave de bóveda de la concordia, pero ahí lo tenemos, gobernando.
El presidente desafía media docena de leyes que pensábamos inamovibles. Yo creía que en España podía uno gobernar siendo un corrupto, pero nunca un soberbio y me equivoqué. Sí se puede. El sanchismo consiste justamente en una exaltación constante de sí mismo. Funciona con los suyos aunque más allá del círculo polar tezánico haya una ciudadanía que se siente insultada con cada alegre intervención del presidente y que no es capaz de encontrar en el mar de su gestión una sola isla de acierto. “Llorad, fachas”, les dicen. Sánchez tiene esa manera tan impúdica de sacar pecho por los logros que consigue su gobierno. El ademán chulapo de Tetuán consiste en recordar tanto las cosas que ha hecho tan bien que el que lo escucha se ve empujado a poner sobre la mesa todo lo que ha hecho tan mal. En España caían cuatro aviones al día y encabezábamos todos los rankings de muerte, y ahí estaban los sábados de Sánchez y la enumeración de sus conquistas. A lomos del argumento de que había salvado 450.000 vidas durante la pandemia gracias al confinamiento - ese fue uno de sus eslóganes-, viajaba la pregunta de si no podría haber salvado más. Sánchez es un hombre valiente, sin duda, que se mueve en la frontera entre la audacia argumental, la imprudencia, la inconsciencia y el insulto. El aplauso festero después del acuerdo europeo -tenía la Moncloa luz de caseta de feria y farolillos 2030- tiene algo de impúdico, obsceno y peligroso. Aplaudir el rescate de un país y el endeudamiento de Europa en 750.000 millones de euros a las puertas de la mayor crisis económica contemporánea es cantarle el ‘lolololo’ a un cristo en Semana Santa y lanza a Europa el mensaje de que España, que es tan lista, en Bruselas ha mangado una cartera. Va pidiendo que nos bajen los humos.
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