Chapu Apaolaza
La naturaleza no habla, picha
El país es una enorme coreografía de estados de ánimo sincronizados
Iba a ponerme en la cola de Doña Manolita y solo quedan las colas del hambre. Por momentos, a Madrid da gusto verla. Se ha levantado el día con un frío y un sol secos como de Castilla, como del invierno en la Mudarra de ... Guillermo Garabito. Cómo susurra la M-40 la melodía lejana de las civilizaciones. Es un sonido mejor que el del mar. Hubo un tiempo de silencio y de vacío, y en la rotonda loca solo rugían los motores de los coches de muertos y las sirenas mudas de azul espanto. Porque hace no mucho, en España iban las ambulancias calladas. A qué ponerles música, si en la calle no había más que perros, enterradores y el Tito Enrique cuando sacaba la bolsa de latas vacías de los bajos de Argüelles haciendo ruido a propósito para demostrarse que estaba vivo. Ahora se habla de Kamala y de la vacuna.
Al ARN mensajero, rider de la primavera, le voy a escribir un poema en la puerta del baño del bar ‘Cuando esto pase’, si es que pasa y si es que quedan bares. Voy al 2021 con la ilusión de los enamorados cuando caminan hacia la primera cita. Me creo hasta lo que dice el ministro de Sanidad. En las puertas de los colegios, a los críos les apuntan en la frente con un termómetro como si fuera un revólver, pero ya suenan los recreos como peleas de gorriones. Sonrío pensando en las cosas del Gobierno. Cómo me gustó el viaje de Iglesias a Bolivia, con el himno cambembo, el trance de pachamama del galapagarato, el desbarajuste y la representación final de España como lo que siempre sospechamos que fue: otra cosa bananera del Foro de Sao Paulo. Hubo un tiempo en el que decíamos que no éramos Zambia o que no éramos Uganda, ni siquiera éramos Italia. Ahora no somos ni España. Me cuentan que con los bares cerrados, Donosti a la anochecida parece Stuttgart. Va la gente por la calle sin ir a ninguna parte. En pandemia se sale porque hay que salir, se corre porque hay que correr, se aplaude porque hay que aplaudir y se muere porque hay que morirse. El país es una enorme coreografía de estados de ánimo sincronizados.
Ahora se dice que qué horror lo de Trump y que las medidas funcionan; ayer que había que cerrar. También dicen que saldremos de esta sin haber aprendido nada. ¡Qué bien! Ojalá. Guardo la esperanza de que el coronavirus deje el mundo como estaba. A mí el mundo me gustaba mucho y me gusta aún cuando sigue adelante como si no hubiera pasado nada, como si fuéramos los mismos. Reniego del cilicio moral del que hemos ofendido a un ser superior y la pandemia supone un castigo a nuestra indecencia. Esto lo dicen los nuevos curillas a los que se puede reconocer fácilmente en Twitter porque sostienen sin rubor que la naturaleza nos ha enviado un mensaje que no escuchamos. ¡La naturaleza no habla, picha! La naturaleza no dice nada. No es nadie. Nosotros somos la naturaleza: el rider, la vieja, el niño, el borracho, la puta, el soldado y Santiago naciendo en Rosario (Argentina) a orillas del Paraná y del Metropolitano emocional de la nostalgia de sus padres, tan lejos de Madrid. La naturaleza es el ministro de Sanidad y el ejecutivo de la farmacéutica de la Viagra, malvado icono del capitalismo que, mira por dónde, va terminar salvándonos el pellejo. Esos son la vida que se abre paso, y no los ciervos en las gasolineras.