La fiesta
Me vi en ese momento que llega en la vida de todo hombre en el que una noche se encuentra dudando entre echar mano de la guitarra o de la escopeta
En la víspera de San Juan, los vecinos adolescentes de mi calle montaron tal fiesta dos casas más arriba que no sabía si llamar a la policía o al timbre. El plan era quemar Madrid en la terraza: copas, música, cantos regionales, abrazos y besos. ... Resultaba tan divertida y tan poco respetuosa con las normas de distancia social que me vi en ese momento que llega en la vida de todo hombre en el que una noche se encuentra dudando entre echar mano de la guitarra o de la escopeta.
Un hombre de mediana edad no es la mediana de nada; sólo lleva dentro a un viejo y a un pibe . Uno viste un traje de tuno y el otro, un uniforme de la Policía Municipal. Digo que como estaba dudando entre esos dos yoes, pedí el comodín del público y planteé en Twitter la encuesta de si unirme o no a la parranda. Desde el principio ganaron los partidarios de sumarse a la fiesta, aunque de madrugada repuntaron los que la querían denunciar, sin duda una maniobra de los bots rusos. El resultado era muy claro: en torno a nueve a uno a favor del cachondeo. Incluso alguien invocó una tercera opción consistente en acudir a la fiesta y después llamar a la policía, lo que hubiera derivado en una situación biográfica y penal sin duda interesante. De la tendencia en las respuestas cabe inferir que estamos golfos, solsticieros y más fáciles que el vuelo de un búho. Fue tan contundente el apoyo a la diversión jovenzana que yo creo que si la encuesta llega a los ojos de Sánchez en Moncloa, llegamos a tiempo a los sanfermines. Naturalmente, al final ni acudí a restaurar el orden con ayuda de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, ni me uní al perreo fragante del verano. No hice nada porque llegado un momento, la vida es pura ensoñación.
Me gustan tanto las fiestas que a veces hasta disfruto con las de otros, pero no puedo evitar la visión del virus pasando de un cuerpo a otro en cada abrazo, en cada conga y en cada amigo arrojado a la piscina. Detecto a ojo de buen cubero una franja de edad en España para la que el virus no existe: porque no le afecta, porque no leen los medios o porque los medios no les enseñamos a la gente cuando se ahogaba en los pasillos y los médicos decidían a quién salvar y a quién dormir. Este grupo de edad coincide con ese momento de la vida en el que uno se cree invencible. No daré lecciones de prudencia después de más de veinticinco años asomándome al volcán de la Cuesta de Santo Domingo. Jugar a ser inmortal está bien, siempre que uno no extienda el juego a los demás . Quiero decir que a uno le importe poco la vida de uno tiene su encanto, pero lo pierde rápidamente si lo que no le importa es la vida del otro. Si durar no es vivir es una cuestión interesante que nunca se podrá resolver dado que a los muertos se les hacen preguntas, pero nunca responden. Jugarse la existencia encierra una estética, pero la épica del fiestazo decae cuando los que participan no están jugando a matarse, puesto que a ellos no les afecta, si no que juegan a matar a otro: el padre, la madre, el abuelo, que son los únicos que pueden pagar el pato. Esto demuestra dos cosas: que esos chavales se han convertido en unos mierdas y yo, en un viejo.