En favor de los bares
Cerrar los bares supone la mayor felonía, la última vergüenza y la disolución última de España
Ahora que van a prohibir la hostelería en Cataluña . Ahora que la taberna aguanta callada la carga de lo maldito, de lo sucio y lo contagioso. Ahora que se criminaliza a Manolo ¡dos con leche y uno solo! Ahora que somos, de pronto, ... Holanda. Ahora que vamos a perder nuestra última esencia. Ahora es más que hora de hacer este alegato en favor de los bares.
Un bar cerrado es la lápida de otro tiempo. Pocas cosas hay más desoladoras que una taberna abandonada. Siempre me llamó la atención ese vacío suspendido, la suciedad en el quicio de la puerta, las pegatinas de los cerrajeros sobre la persiana, los carteles de conciertos que ya nadie se molesta en retirar. Si uno mira dentro, se van apareciendo los signos de la catástrofe: la decoración demodé, el cuadro tan feo que alguien colgó con la ilusión del futuro, el paraguas olvidado, la última mesa del último cliente y el menú del último día en el que alguien dijo ‘Se acabó’, y se acabó. La máquina de café, la botella de vino, las copas fuera de contexto.
España son sus bares. Las barras nos recorren de norte a sur, del Gambara y el Sakon de Donosti hasta el Manteca en Cádiz, y crucifican felizmente nuestra vida: el Fitero de Pamplona, el Tremendo de Sevilla, el bar del niño de la Fanta de Naranja, el bar de esperar a la primera novia, el garito de la fiebre de los veinte años, el bar de desayunos al que acude el viejo cada día hasta que un día deja de acudir.
No hay medida más populista que el cierre de los bares ¡Eh, miradme cómo cierro los bares! ¡Miradme, ciudadanos, cómo pongo la salud por delante de la economía! Mientras tanto, el decoro que el español mantiene en el bar, se pierde en el salón de casa con los colegas y los abrazos, y en el botellón del banco del parque. Pero que no se diga que no somos un país serio, que no se diga que no hemos hecho todo lo que se podía hacer ¡Hacemos hasta lo que no había que hacer!
Así se prohibe y se estigmatiza el bar y el camarerismo. El político asume que representa lo accesorio, pues hay una parte del país para la que esto que nos pasa nos está merecido. Al fin y al cabo, somos lo que llaman «un país de camareros», dicho con ese deje clasista de Facultad de Ciencias Políticas del campus de Somosaguas de la Complutense en la que la politología es una tarea elevada, pero servir mesas, algo sucio. Así que si cierra una fábrica, se monta un pollo, pero si se cierra un bar, pues, chico, qué le vamos a hacer. Sin requiem, ni barricadas, ni la épica de los mineros mandan a la gente al paro y se ve pasear por la calle a esos taberneros a los que se reconoce porque ya se les olvidó cómo se pasea y en general todas las cosas que no sean estar en la cocina del restaurante, hacer la caja y aguantar al personal. Ahí van a las colas del INEM a llenarse de gente que ya no espera nada más que el paso del tiempo y la llegada del ‘Cuando esto pase’, y cuando pase ya no podremos reconocernos. Cerrar los bares supone la mayor felonía, la última vergüenza y la disolución última de España.